Bilbao. Fue la cuna artística internacional. Había que estar en Nueva York, era necesario to make it, como dice una expresión muy neoyorquina: conseguirlo, triunfar... Pero Prudencio Irazabal lo tuvo muy claro. "Si me hubiera ido allí pretendiendo conquistar la ciudad, quizás hubiera sufrido una frustración porque me tocó esperar para alcanzar una madurez. Primero conocí y luego me conocieron", explica este artista vasco, cuyas creaciones se encuentran en destacados museos y colecciones de ambos lados del Atlántico.
Entre ellos, el Guggenheim Bilbao que presentó recientemente su obra Sin título 767, en el marco de la exposición las Selecciones de la Colección del Museo Guggenheim Bilbao IV, junto a la de otros cinco artistas a los que el museo ha adquirido obra: Elssie Ansareo, Manu Arregui, Juan Manuel Ballester, Darío Urzay y Juan Uslé.
¿Emociona encontrarse con uno de sus cuadros 16 años más tarde?
Sí, no lo voy a negar, me he emocionado. El cuadro se ha exhibido en varias ocasiones en el Guggenheim, pero yo no había tenido oportunidad de verlo. Es la primera vez que lo veo colgado en las paredes del edificio de Gehry.
¿Qué supuso para Prudencio Irazabal que el Guggenheim le comprara la obra?
Un gran reconocimiento a mi trayectoria artística, un estímulo, un artista necesita que se vea y que haya un feedback, que se reconozca su trabajo. Por aquel entonces, apenas venía a mi tierra y al no tener presencia física, mi trabajo se conocía poco aquí. ¡Y qué puedo añadir que no se haya dicho antes del Guggenheim Bilbao! En 1997 se veía el museo con mucho escepticismo. Pero los resultados están a la vista, aquí, en Nueva York, y en todo el mundo, es un hito, del que estamos todos muy orgullosos. Es como mi cuadro, un puente entre el País Vasco y Nueva York.
¿Por qué los responsables del museo adquirieron precisamente este cuadro?
Se pusieron en contacto conmigo y vieron la obra que tenía aquí y en Nueva York y eligieron esta. Me alegré mucho porque este cuadro culminó una etapa, era una muestra de hasta dónde había llegado conceptual y técnicamente. Llevaba tres años trabajando en una dirección, descubriendo una técnica desde cero, en la que no sabía realmente hasta dónde podía llegar. Meses antes, los tamaños mayores que podía hacer eran apenas de un metro por un metro. Llevaba desde el 94 intentando sobrepasar esa escala y no había funcionado. Y justo, en ese momento, llegó. Por eso, esta obra es un momento cumbre de esa evolución, la culminación de una época de alta materialidad y tactilidad.
Y, desde entonces, ¿cómo ha evolucionado su trabajo?
La parte visual ha ido ganando terreno en mi trabajo. Me he ido reconciliando con los aspectos más obvios de la pintura, el color, la luz, la transparencia, la idea de la movilidad, las sugerencias emocionales... La parte más intensamente física ha permanecido de una forma más sutil, quizá no tan explícita o dramática como en esta pieza, aunque la construcción de la visualidad del cuadro sigue siendo igual: infinidad de capas, de tal forma que imperceptiblemente el espectador tiene una imagen frontal y una ligeramente variada desde el lateral. La interacción entre cientos de colores, esa complejidad, persiste. También tengo otro dominio de la escala, por ejemplo, mi obra de la iglesia de Iesu de Moneo en Donostia, tiene cinco metros, algo que para mí entonces era impensable. Uno va dominando, consiguiendo recursos.
Últimamente, se prodiga mucho por aquí. ¿Ha iniciado su viaje de regreso?
En realidad, en los últimos cinco años cada vez estoy menos tiempo en Nueva York. Paso prácticamente el curso escolar en Madrid, donde estudian mis hijas (9 y 17 años), era importante que continuasen aquí su educación. Realizamos todas las escapadas de fin de semana y vacaciones que podemos a Puentelarrá, donde también tengo un estudio y obras en proceso. Mantengo también mis lazos con Gasteiz, desde luego, pero he de reconocer que en cuanto llegamos al pueblo, nos suele dar mucha pereza ir a la ciudad. Nos pueden los encantos de la zona y los largos paseos de dibujo y bici.
¿Ya no es imprescindible estar en Nueva York?
Ya no es imprescindible estar en ningún sitio. Las comunicaciones son mucho más fluidas. Hoy en día cualquier artista puede desarrollarse profesionalmente estando en contacto con todo el mundo. No es lo mismo que hace 30 años, cuando yo me fui, aunque también es cierto que cuando se pasa tanto tiempo en Nueva York tampoco se puede dejar completamente. Es un ir y venir.
¿Es consciente de que la mayoría de los artistas mataría por exponer allí?
En realidad, en la actualidad no resulta tan difícil exponer como aquí. El abanico de posibilidades resulta muy grande. La galerías de arte multiplican sus sedes por todos los sitios. Las tendencias coexisten, la diversidad es tremenda. Todo el mundo está muy atento, a veces, hasta en exceso; hay artistas que sin terminar sus estudios están siendo empujados a la arena del mercado. Hay una gran avidez por renovar las caras, el producto... Puedes dar el pego, puedes llamar a un amigo periodista para que diga que has expuesto allí. Nosotros, cuando nos fuimos en los ochenta, buscábamos otra cosa, queríamos aprender, las exposiciones ya vendrían más tarde.
¿Qué les diría a los que vaticinan la muerte de la pintura en el mundo de la tecnología?
Veo cómo el soporte físico de la imagen está desapareciendo a pasos agigantados, por eso, la pintura ofrece algo absolutamente excepcional. No va a desaparecer nunca.
Y, en estos momentos, ¿en qué está trabajando?
Estoy preparando una exposición para Colonia, otra para Madrid, tengo algunas exposiciones en Italia y ARCO está a la vuelta de la esquina. Estoy atravesando un momento muy creativo y profesionalmente me va muy bien. Obviamente, me preocupa la situación general como a todo el mundo, pero personalmente, no tengo razones para quejarme.