Dirección y guión: Lars Von Trier Intérpretes: Charlotte Gainsbourg, Stellan Skarsgård, Stacy Martin, Jamie Bell, Connie Nielsen, Uma Thurman, Christian Slater y Mia Goth Nacionalidad: Dinamarca. 2013 Duración: 110 minutos

ENTRE Rompiendo las olas y Nymphomaniac, entre el via crucis sexual que protagonizaba Emily Watson y la pesadilla afectiva que relata Charlotte Gainsbourg, puede establecerse una interesante línea de continuidad. De hecho, todo el cine de Lars von Trier (a)parece interconectado como una tramposa red de araña en/de cuyo centro, con una sonrisa enigmática y perversa, emerge la figura de uno de los cineastas más inteligentes de nuestro tiempo. Provocador congénito, cineasta ambicioso y narrador controvertido, Lars von Trier camina siempre por el lado oscuro. Allí donde su cine puede practicar lo que más le gusta: (des)colocar al público en una zona inquietantemente incómoda.

La mitad de su última película lo demuestra muy bien. Se diría que este autor, carne de psicoanálisis, utiliza al público como materia clínica. No solo son sus actrices protagonistas el objeto de sus obsesiones y manipulaciones, sino que en ellas y con ellas, se sublima lo que también acontece con el espectador. Von Trier juega. Y juega a ahondar en la herida de lo siniestro, en el corazón de las convenciones. En ese territorio se cartografían sus declaraciones sobre el nazismo, sus opiniones sobre el mal interior y los fantasmas de la cultura occidental y su creación de un personaje, él mismo, sobre el que pesa más la leyenda que la verdad. Eso, su verdad artística, la única real, nos aguarda en sus películas.

Decía que entre Emily Watson y Charlotte Gainsbourg puede establecerse un retrato de familia en torno a la sexualidad, al goce, al dolor, a la pulsión de muerte y al amor. En Rompiendo las olas, Trier convertía a su víctima en una mártir visionaria. En su sacrificio sexual -en su ofrecerse a los hombres más encanallados, en aquel descender al fondo del misterio del organismo- surgía, tras su muerte, el milagro de la resurrección. Allí como aquí, se demuestra que en Trier habita un niño tan ingenuo como cruel.

En Nymphomaniac, el relato de una mujer de 50 años que, a modo de diario, relata a un desconocido su odisea vital, su viaje al infierno de la adicción sexual, hay también mucho de rito sacrificial. Concebida para durar cinco horas y media, comercializada por imposición de los productores y complicidad de los distribuidores en cuatro horas, y estrenada en dos partes, cualquier intento serio de hacer un análisis sobre lo qué significa este filme está abocado a resultar papel mojado. Pero aún a riesgo de concluir en valoraciones muy diferentes y a la vista de lo visto, cabe señalar que von Trier, conocedor de que nada hay más monótono e impersonal que la filmación del coito, se refugia en el poder del relato. Su película posee naturaleza de folletín. De hecho, su filme crece sobre las confesiones de una nueva Sherezade en clave oscura, con el rostro machacado y los huesos doloridos. Por encima de todo, Nymphomaniac es un folletín, una suerte de Las mil y una noches donde su narradora y protagonista hace del sexo su vehículo de exploración del mundo; su martillo y escudo; su pecado y su penitencia. Von Trier despliega un florilegio de precedentes literarios y fílmicos que hacen de lo sexual su ADN.

Se ha dicho que la explicitud sexual de este filme excita menos que cualquier cinta porno de videoclub. Y se dice bien porque no es lo pornográfico lo que se convoca aquí, sino la desesperada búsqueda del otro, el vacío del desamor y el enigma del afecto. Pero sobre todo el pánico del hombre actual, su pánico frente a la demanda sexual de Eva.