Estoy aburrido. O perezoso. Que no es lo mismo. ¿Será este estado de lasitud mío producto de esta yincana de atracones navideños en la que estamos sumergidos estos días? ¿O será producto de otro empacho: del provocado por las docenas de felicitaciones de personas que me llegan por mail, por watsapp etc? De algunas de ellas, por cierto, su último mensaje es de Navidad del año pasado.
Sí, me da cierta pereza escribir sobre este producto cultural que es la Navidad. Pues año tras año, el formato no cambia. No hay sorpresas. Todo esto me parece un interminable déjà vu. ¿Podríamos ponernos a pensar entre todos en crear algo distinto a la Navidad? Aunque cuando utilizamos la palabra crear estamos ya aludiendo lo distinto, pues lo creado tiene que ser algo diferente a lo que ya conocemos; porque si no, sólo estaríamos dedicándonos a fabricar. Estaríamos copiando. La creación tiene siempre que ser novedosa. Lo dicen los cristianos: Dios creó el mundo. Innovó pariendo todo esto que nos rodea de la nada. Por tanto, el ser humano puede emular a Dios si se dedica a crear. Pero en Navidad no celebramos la creación, no. Celebramos el nacimiento del hijo de Dios. Una celebración que no es creación, pues se basa en herencias pasadas de otras, a su vez, celebraciones. Se basa en la tradición. Se basa en la inercia del pasado. Según ciertos estudiosos, la celebración de esta fiesta el 25 de diciembre se debe a la antigua conmemoración del nacimiento anual del dios-Sol en el solsticio de invierno (natalis invicti Solis), adaptada por la Iglesia católica en el tercer siglo d.C. La idea era permitir la conversión de los pueblos paganos al cristianismo. Ofreciéndoles algo que ya conocían. Lo mismo, pero con diferente nombre. Por tanto, la Navidad no fue creada. Fue fabricada.
Podríamos pensar en juntarnos no para comer o cenar en familia, sino en reunirnos para ayunar. Nos vendría bien para limpiar nuestro cuerpo de toxinas. Y para perder unos kilos de más. Depurarnos así un poco. Podríamos, ya que estamos con el estómago vacío y nos hará más efecto, bebernos en familia una poción, por ejemplo, de Ayahuasca, esa planta mágica usada en ciertos ritos de las tribus amazónicas. Tendríamos visiones auditivas, visuales que cada cual interpretaría como presagio de lo que nos puede acontecer ese nuevo año que recién vamos comenzar. El cabeza de familia podría guiar la ceremonia y ejercer así de chamán. Y continuar con ese papel el resto del año, que seguro que da mejores frutos que creerse el jefe de esa empresa que parece ser hoy la familia. Podríamos olvidarnos de hacer regalos a los amigos invisibles. Y acuñar un nuevo término: los enemigos visibles. Y así, todo aquel que tenga algo que decirle a algún familiar ante la mesa, lo diga ya. Las cosas claras antes de comenzar el año. Eso que nunca te atreviste a decirle a, por ejemplo, tu primo carnal, se lo sueltas ahora. ¿Qué mejor regalo que una dosis de verdad para acabar el año?