La televisión es un electrodoméstico de compañía que resulta indispensable para el normal y habitual transcurrir de los días del ciudadano agitado por el paro, amenazado por el recorte y angustiado por la actualidad que de vez en cuando pega un latigazo y se va. La tele es compañera, prescriptora, ventana al mundo que se cuela en el salón de estar, cocina u otra dependencia de la casa, marcando nuestros vitales ritmos de azacaneado vivir. La narración televisiva lo llena todo y es capaz de marcar ritmos de interés, de asuntos y personajes variopintos y extraños que entran y salen de nuestras vidas con pasmosa facilidad. Y la vida sigue igual y las imágenes tienen la capacidad de pasar de Chayo Mohedano, mohína y llorona a un gigante de la historia fallecido al sur del continente africano, o a un CR7 obsesionado por el alpagartín de oro. Cosas de este medio capaz de alinear, de igualar, de mezclar lo grande con lo minúsculo, lo importante con lo banal en un ejercicio de triturar la actualidad. Mandela moría, tras larga y penosa enfermedad y la hija de Rosa Benito se rompía en mil pedazos porque su progenitor había puesto en duda sus capacidades canoras. Comenzaba la catarata de imágenes en torno al fallecido líder de una nación sometida al apartheid y la tele ofrecía espacio a un exmandatario comunista asentado en la califal Córdoba. Es el poder mixtificador de la tele que puede combinar en la misma coctelera y casi sin solución de continuidad, churras y merinas, los segmentos singulares de la realidad; la emoción de la despedida de un pueblo a su guía y el temblor de unos labios heridos por lenguaraz padre de promesa canora. La tele es una inmensa trituradora que todo lo machaca y destroza, aunque en ocasiones nos haga sentir la emoción de la historia en directo, como el mediático funeral de Nelson Mandela.