BUENO, pues con o sin crisis estamos en Navidad. Así, por decreto, aunque falten quince días. Las ciudades lucen sus iluminaciones extraordinarias, las televisiones nos recuerdan cada minuto la necesidad imperiosa que tenemos de comprar colonia. Sí, debe de ser que estamos en Navidad.

Cuando yo era niño, la Navidad empezaba, como las vacaciones, con el sorteo de lotería del 22 de diciembre, y se cerraba el 7 de enero, con los regalos de Reyes en la mano. Días antes, se montaba el nacimiento, en el que cada día se iban acercando un poco los Reyes Magos al portal.

En Nochebuena se cantaban los villancicos de toda la vida ante ese mismo portal, hecho de corcho y musgo. Luego, la cena, tradicionalmente la mejor del año. Después, los mayores se iban a la Misa del Gallo y los pequeños, hartos de turrones y otros dulces, a hacer la digestión a la cama, que al día siguiente era Navidad y esperaba otro banquete. Antes, mucho antes de todo ello, en la Galicia rural, también se cantaban villancicos (panxoliñas, en gallego): eran los mozos solteros quienes iban de puerta en puerta ganándose el aguinaldo con su concierto. Mientras, en las casas, las mujeres preparaban la cena, que debía ser extraordinaria, dentro de las limitadísimas posibilidades del labriego gallego de la época. Además, hay que recordar que en aquellos tiempos el 24 de diciembre era día de abstinencia.

El plato rey de aquella noche era el bacalao con coliflor. No deja de ser curioso que el bacalao fuese el protagonista en una tierra en la que el pescado abunda; el pescado fresco, queremos decir. Así es, y así era, pero el bacalao tiene un fuerte protagonismo en la cocina gallega de vigilia, como en las cocinas del resto de España. Bacalao, coliflor, patata... todo cocido, y coloreado con allada (ajada), la humilde salsa nacional gallega, cuyos ingredientes son aceite de oliva, ajos y pimentón; más dulce o más picante, al gusto de cada cual.

Hasta aquí, un plato propio de las Navidades pasadas, que podemos convertir en uno de las Navidades presentes despojándolo de rusticidad, es decir, volviéndolo presentable. Sin espinas, vamos.

Dividan una coliflor blanca y prieta en piñas, incluyendo alguna de las hojas tiernas pegadas a la flor. Cuézanla en abundante agua con sal. A los cinco minutos, añadan cuatro patatas, troceadas, y a falta de cuatro o cinco minutos para que estén cocidas, cuatro buenos lomos de bacalao, perfectamente desalados, sin escamas ni espinas. Para la salsa, pelen y corten en láminas cuatro dientes de ajo y pónganlos al fuego en una sartén honda con abundante aceite de oliva. Cuando empiecen a dorarse, añadan media hoja de laurel. Separen la sartén del fuego y, cuando los ajos dejen de chisporrotear, añadan una cucharada de pimentón agridulce.

Dejen reposar hasta que ajos y pimentón se depositen en el fondo de la sartén, y rieguen con esta ajada, roja, brillante y sin posos, bacalao, patatas y coliflor. Pero podemos dar un paso más, sin que ello implique que lo apliquemos a las Navidades futuras. Se trataría de convertir lo que era plato contundente en una deliciosa entrada. Para ello, reduciremos coliflor y patatas al estado de crema. Pelaremos un par de patatas medianas y dejaremos solamente las cabezuelas de una coliflor pequeña, blanca y apretada. Troceadas las patatas y dividida en piñas la coliflor, irán a parar a una olla en el momento en que empiece a hervir en ella un buen caldo de gallina; añadiremos, además, un puerro picado.

Dejaremos cocer a fuego suave durante 20-25 minutos, hasta que las patatas se empiecen a deshacer. Trituraremos todo muy bien y añadiremos unos 150 gramos de nata líquida y un aire de pimienta blanca recién molida. Justo antes de llevar la crema a la mesa, distribuiremos en las soperas o tazas el bacalao, que habremos cocido aparte y dividido en láminas. Por último, dibujaremos un adorno rojo en la superficie con un hilillo de ajada. Ya ven lo que pasa si aplicamos la fórmula Dickens a un plato tradicional; pero podría haber sido Madrid, donde el repollo disfrazado de nazareno que conocemos como col lombarda compartía honores con el besugo al horno; o el País Vasco, donde tanto los cardos como la compota han sido siempre parte de esa cena navideña.