Dirección: Abdellatif Kechiche Guión: A. Kechiche y Ghalia Lacroix; a partir de la obra de Julie Maroh Intérpretes: Léa Seydoux, Adèle Exarchopoulos, Jeremie Laheurte y Mona Walravens Nacionalidad: Francia. 2013 Duración: 179 minutos
ganadora de la Palma de Oro en la última edición del festival de Cannes, La vida de Adèle se ha subido al cielo de la polémica con poderosos argumentos. Levanta pasiones y enfrentamientos, cautiva y perturba. Fascina, pellizca y repele como lo hicieron en otro tiempo obras inclasificables que van desde El último tango en París a Saló, pasando por Los idiotas y La pianista, por citar algunos ejemplos. Son películas en las que el deseo sexual pasea su misterio; son obras en donde las pulsiones del cuerpo desnudan la fragilidad de los sentimientos. Esta comparación bastaría para confirmar a Abdellatif Kechiche como un autor de alta ambición y evidente talento que hace del cine un vehículo para estremecer. Cierto que carece del compromiso político que animó a Bertolucci, del hálito poético que atravesaba a Pasolini, de la mordacidad psicótica de Von Trier y del dominio bretchiano de Haneke. Pero, a su modo, Kechiche es hijo de su tiempo y es tiempo de hombres pequeños.
Surgida de las viñetas de un cómic titulado El azul es un color cálido de Julie Maroh, Kechiche reproduce algunos pasajes de manera fiel pero traiciona el sentido y trastoca su desenlace. Si el melodrama de Julie Maroh no esconde su carácter de reivindicación del lesbianismo, de llamada de atención al respeto a vivir la sexualidad sin juicios ni prejuicios, al cineasta francés de origen tunecino le importan otras cuestiones.
Reconozcamos de entrada que Kechiche se encuentra en la plenitud de su desarrollo como cineasta. Controla el oficio, se siente sobrado de recursos, planifica bien y filma mejor. Su cámara se pega a la piel de sus dos actrices y convierte el simulacro en verdad. Tanta verdad que esa sensación de impudor provoca la certeza de que el espectador es doblemente engañado. Los orgasmos de sus actrices gimen verdad pero fingen parlamentos epidérmicos. De ahí que resulten más convincentes sus roces y goces genitales que sus reproches retóricos ante una relación de la que se nos escamotean los verdaderos motivos. Algo hay ahí que suena a artificio. Por cierto, la autora del cómic tampoco resuelve bien eso. Estructurada en dos capítulos, ascensión y caída del deseo, el filme pasa del azul al amarillo, establecido por el color del cabello del personaje de Emma en un juego de ambigüedad planificada, de provocación milimétricamente medida, de dobles sentidos que son los que elevan ese manto de fascinación y crispación; los que ponen en marcha la ignición del público ante un texto altamente resbaladizo. Nada es lo que parece o todo puede ser modificado si se relee lo que el filme esconde más allá del masaje/mensaje erótico.
Por más que algunos orgasmos femeninos recreados desde retinas masculinas arranquen risitas a un sector del público, lo que perturba e inquieta en La vida de Adéle no hay que buscarlo entre las sábanas del lecho sino entre los pliegues de las diferencias culturales. Y ahí es donde se tambalea la figura del director. La impactante fisicidad de esos primeros planos que rezuman sensualidad y aparentan sinceridad, deja paso a diálogos de enorme simpleza. Kechiche parece aborrecer del conocimiento y de ahí que los diálogos estén más cerca de la pedantería que del conocimiento. Descendiente del cine francés más arquetípico, de Pialat a Rohmer, Kechiche se muestra muy conservador. Su relato se refugia en la vieja historia del Príncipe Azul, solo que aquí, la transgresión consiste en que la pareja es del mismo sexo. El resto es puro proceso dialéctico que sirve para que el director luzca el estremecimiento del goce sexual y la vulnerabilidad de los afectos mecidos por un azar abrochado al determinismo.