paso la mañana de este soleado domingo madrileño escuchando el programa de mi amiga Pepa Fernández en Radio Uno. Tocaba emitir desde la localidad riojana de Autol, hoy famosa por su producción de champiñón cultivado, pero que a mí me evoca otros recuerdos.

En Autol nació Víctor Merino. Quisiera pensar que le recuerda mucha gente, aunque me temo que no. Víctor, sin ser cocinero, fue uno de los protagonistas de la primera revolución de la cocina española, la que siguió al impacto de la nouvelle cuisine. Afincado en Cantabria, abrió tres locales: El Riojano, La Sardina y El Molino de Puente Arce.

Y desembarcó en Madrid, donde montó su Cabo Mayor, poniendo al frente de sus cocinas al que entonces era su yerno, Pedro Larumbe. El éxito fue arrollador. Era, de alguna manera, el primer restaurante moderno de la capital. De la cocina surgían propuestas prudentemente innovadoras, que entonces se consideraban osadías. Fue el pionero, en Madrid, de lo que se llamó menú largo y estrecho... Todo eso se quedó con él, en octubre de 1982, en una curva cercana a Aranda de Duero.

ninguneado Hoy no existe ya Cabo Mayor. Pedro Larumbe hace años que está en el grupo de magníficos cocineros injustamente ninguneados en los medios, pero apreciados por el público, que es el juez que al cabo importa. En estas cosas y en otras, como las sobremesas con Pedro y Víctor, pensaba yo escuchando a Pepa, a José María Íñigo y demás colaboradores del programa.

En el que, entre otras cosas, se habló bastante de los champiñones, como parece lógico estando donde estaban.

Digamos que champiñón viene del francés champignon, palabra que sirve para designar a cualquier seta. Justamente la que nosotros llamamos champiñón es la conocida al norte de los Pirineos como champignon de París, un respeto.

El champiñón es la seta más consumida, como es la más cultivada, en sus dos versiones, la esplendorosamente blanca, que es la que algunos conocen aquí por champiñón de París y que es el resultado de una mutación de la variedad de color amarronado, la llamada Portobello.

Todo bien... hasta que algo llamó mi atención. Uno de los invitados del programa, interrogado al respecto por Pepa, afirmó que es igual el champiñón envasado entero que el envasado en láminas, y a renglón seguido recomendó no lavarlos nunca, porque pueden alterarse sus propiedades. Íñigo saltó y negó ambas afirmaciones. Yo me alineo con él.

O sea que el agua, que viene siendo el 91,4% de la composición del champiñón, puede alterarlo; pero el oxígeno, al parecer, no. Verán, las setas, y el champiñón es una seta, fueron definidas con toda exactitud como "hijas de la lluvia" por Wenceslao Fernández Flórez en la que el propio autor señaló como favorita entre sus obras: El bosque animado. Sus paisanos gallegos dicen que un poco de agua y un poco de desconfianza nunca le hicieron daño a nadie... y menos a un champiñón.

En cuanto al champiñón laminado... Vale que evita el al parecer agotador trabajo de hacerlo en casa, pero lo de que es lo mismo, lo vamos a ir dejando.

El oxígeno, como su propio nombre indica, oxida todo aquello con lo que toma contacto. Todos sabemos lo que le pasa a un plátano si lo dejamos pelado un buen rato, a una macedonia de frutas si entre su elaboración y consumo transcurren horas, a unas alcachofas que acabamos de limpiar... Al contacto con el aire se oscurecen, se amustian, cambian. Y no a mejor.

A mí me gustan mucho los champiñones. Los que más, claro, los de prado, silvestres. Pero esos... o va uno a por ellos (si no son expertos ni se les ocurra: la letal Amanita phalloides a veces se les parece demasiado), o tiene un amigo setero que le aprecia muchísimo y un día de buena cosecha la comparte con usted.

Así que champiñones cultivados, como todo quisque. ¿De Autol? Pues de Autol, claro que sí. Prefiero los blancos, más que nada por cuestiones estéticas... porque como más me gustan es crudos (por supuesto lavados bajo el chorro y laminados en el último momento) en ensalada, en la que restalla esa blancura.

Unas hojas de escarola, con alguna de apio aquí y allá, completando la gama de verdes con algo de rúcula; unas lascas de parmesano; los champis; una emulsión de aceite virgen y limón, con la sal suficiente; mezclar con entusiasmo y, sin más trámites, a la mesa. Maravillosa ensalada de otoño.

Y que conste que entiendo que hay que vender aquello que se produce, y que sería tonto tirar piedras contra el propio tejado, y que no todos los ejemplares cultivados tienen ese aspecto perfecto que deben ofrecer en su bandeja, y que hay champiñones en lata, y... lo que quieran; pero yo, a mis champiñones, los pongo limpios y guapos en mi casa. Como debe ser.