Las monarquías europeas siguen abonadas al viaje en montaña rusa que les tiene pagado la mayor difusión de informaciones que propician los medios en este siglo 21.
La última víctima de esta transparencia que arruina la discreción -y el todo vale- en el que se han venido amparando con demasiada asiduidad, ha sido la familia real belga que, según desveló recientemente el ex ministro de Exteriores Marc Eyskens en una cadena de televisión flamenca, en ocasiones se extendían "pasaportes falsos" para que pudieran viajar de incógnito; un concepto que ha puesto en cuestión a la Casa del Rey.
La indiscreción del antiguo gobernante desveló lo que en realidad parece ser una costumbre, ya que por lo visto esta práctica ha sido utilizada con normalidad por la familia real de este país desde los tiempos de Leopoldo II, que reinó entre 1865 y 1909.
Portavoces de la Casa del Rey respondieron quitando hierro al asunto al afirmar que no se trata de pasaportes falsos, sino de "documentos de viaje perfectamente legales y auténticos", pero en los que se incluye una filiación no real para no entorpecer los viajes privados de esta familia. Pero la polémica está servida en un país que no parece entender esta costumbre más propia de una película de espías.