lOS rimeros quince minutos de Caníbal rezuman belleza, terror e incertidumbre. Puro cine en vena para adentrarse en una historia temible que su director y coguionista ha adaptado a "su manera" a partir de un relato corto de Humberto Arenal. Durante esos primeros quince minutos, la cuarta jornada del Zinemaldia presintió que estaba ante su gran película, ante una de esas obras que amortizan las excesivas horas destinadas a atender obras mediocres, títulos de relleno que, en bastantes casos, nunca más volveremos a recordar.

Aunque sólo fuera por eso, el filme de Manuel Martín Cuenca ya merecería un tratamiento destacado. Pero hay mucho más, hay grandes referentes detrás de cada plano y un cultivado conocimiento cinematográfico sembrado en cada gesto. Y hay, sobre todo, un deseo de construir una mirada personal, un estilo que confirme que el autor de La flaqueza del bolchevique además de director es un cineasta con un universo identificable y propio. Quizá por esa voluntad de aportar una voz singular también hay una contención que hiela la cámara, un frío tenaz que acaba imponiéndose en un relato lleno de ideas, con un guión nacido para ser inmenso pero al que esa frialdad narrativa acaba congelando sus mejores frutos.

Caníbal supone un paso más en la cinematografía de un creador de relatos notable. La trayectoria de Martín Cuenca (Almería, 1964) ha dado obras siempre interesantes. Su actividad como editor, guionista y director cincelan un perfil serio, riguroso, una de esas personalidades que inmediatamente generan confianza y saben ganarse crédito. De hecho, en su fase de preproducción Caníbal ha sido uno de los proyectos que más apoyo y expectativas ha levantado. Basta ver los créditos del inicio para comprender que a Martín Cuenca muchos le han acompañado y han confiado en su trabajo. Hablemos de él.

Todo en Caníbal gira en torno a la figura de Carlos, un sastre granadino de gran predicamento entre las fuerzas vivas de la rancia tradición. Su habilidad profesional en el arte de cortar y coser lo convierte en el encargado del vestuario de los cofrades. Pero Carlos lleva una doble vida. Por el día cose trajes, por la noche, descuartiza cuerpos, cuerpos que luego le servirán de alimento porque Carlos es un caníbal. Carlos es un asesino que pasa del altar de la misa mayor a la mesa de descuartizamiento donde fragmenta los cuerpos de mujeres jóvenes a las que desea, pero a las que nunca podrá poseer sexualmente.

El tema se asoma sin pretextos ni muletas al pozo de una de los grandes tabúes del ser humano. Martín Cuenca, director de prosa pulcra y partidario de la elipsis poética, regatea la truculencia inherente en esta historia y escoge el camino de lo sugerido. La estructura molecular del personaje de Carlos nos lleva de cabeza al hombre lobo. Carlos no es sino un lobo feroz que come caperucitas. Un monstruo en un mundo que Martín Cuenca recrea con un cierto velo que enturbia su ubicación en el tiempo y en el espacio. Todo en Caníbal se evidencia de manera imprecisa, todo es sutil, todo es murmurado, entrevisto. Todo es un juego de visiones que incluyen una multitud de reflejos y destellos que deslumbran. Hay pistas evidentes que nos llevan al Hitchcock de Vértigo y al Buñuel de las más oscuras pulsiones, al de los más inconfesables deseos. Cuenca obtiene secuencias de alto voltaje perturbador y baja intensidad emocional. El filme posee muchos aciertos, el uso de la imaginería de la Semana Santa tan poco utilizado por el cine español es uno de ellos. Pero algunas de las referencias de querencia anticlerical habrían provocado la sonrisa de Buñuel por la timidez e ingenuidad de las mismas.

Quizá el punto que atasca la velocidad del filme reside en la incapacidad de Cuenca para fundirse con el género, para adentrarse en lo simbólico más allá de su anclaje con el realismo. En Caníbal late una historia tan estremecedora y universal como la que se desarrollaba en Déjame entrar. Pero aquí no hay voluntad de aferrarse a lo fantástico y a lo surreal, el camino recto para fundir los sueños con lo posible.

Ahora bien, Martín Cuenca tampoco quiere conformarse con el tono seco del Rosales de Las horas del día, porque en su Caníbal no se trata solo de mostrar el desgarro de un típico psycho-killer. Aquí brota una voluntad de rozar lo transcendente.

Pese a ello, pese a esa hipertrofia sentimental, Caníbal posee indiscutibles aciertos y la certificación de que su autor merece un lugar de honor en la plantilla del cine español contemporáneo.

LA AGONÍA INTERMINABLE Más difícil lo tiene para perdurar el October November del director austríaco Götz Spielmann. Ni la fascinación de un paisaje preciosista, ni el entramado folletinesco de un argumento trabado con aromas al estilo del cine escandinavo: radiografía familiar, heridas abiertas, secretos de alcoba, gritos, agonías y susurros, aguantan un largo desenlace en su tramo final en torno a las tristes últimas horas de un moribundo.

Con el pretexto de confrontar la vida de dos hermanas muy diferentes, una es una brillante actriz de éxito cinematográfico, la otra una ama de casa que se quedó en el hogar familiar y prácticamente no ha salido de ese territorio, la película de Spielmann se fortifica con el trabajo actoral. Son los actores quienes consiguen transmitir algún interés a lo que, en su proceso final, puede llegar a incomodar por gratuito.

Imitar a Bergman no basta para conferir sentido a la falta de consistencia de un argumento que, como algunos muebles de los que decoran algunas de sus escenas, funcionan como una suerte de Ikea cinematográfico. O sea, hay cierta efectividad en su diseño, aparenta calidad, pero la naturaleza de su materia primigenia se sabe efímera, es de usar y tirar en poco tiempo. En October November no hay maderas nobles sino formas preconcebidas que aparentan una solidez que no existe. Y sin densidad real, estremecer al espectador con la visión de la muerte sin pudor, casi con obscenidad, solo evidencia la gratuidad del relato fílmico.