eN el mundo del cine, donde la concreción de un proyecto acarrea meses de preparación y donde su realización supone un notable esfuerzo, nada es gratuito, todo significa. Si el canadiense Denis Villeneuve decidió escoger como protagonista para Enemy a un actor como Jake Gyllenhaal, denota que además de las circunstancias propicias para poder contratarlo, había la voluntad de acercarse a algo. Ese algo con Jake Gyllenhaal evoca directamente títulos como Jarhead (2005) de Sam Mendes, Brokeback Mountain (2005) de Ang Lee y Zodiac (2007) de David Fincher. Pero no hay que indagar demasiado para presentir que el Jake Gyllenhaal que Villeneuve deseaba encontrar tiene un precedente concreto: el Donnie Darko (2001) de Richard Kelly, obra de culto del cine fantástico contemporáneo y espejo en el que se abisma sin lograrlo estefilme inspirado en una novela de José Saramago.

Por si este detalle no bastara, Villeneuve incorpora, para el pequeño papel de la madre, a otra actriz cuya presencia es garantía de incertidumbre y en cuyo historial nombres como David Lynch y Guy Maddin han aportado mucho: Isabella Rossellini. Dicho de otro modo, la persona curiosa que se acerque a Enemy y se tome la molestia de leer los créditos, ya puede intuir qué se encontrará cuando las luces se apaguen y la pantalla lo inunde todo.

Enemy arranca con la materia literaria de El hombre duplicado (2002), una de las novelas más discutidas del autor de El evangelio según Jesucristo (1991). Personalmente siempre he estimado que el legado de Saramago ejerce un efecto perturbador. Cuando se comienzan a leer sus novelas, el escritor portugués consigue que en la cabeza del lector broten, poderosas, las imágenes alegóricas que con precisión minuciosa ha sembrado. Es la suya una literatura de alto poderío iconográfico que, cuando se lleva al cine, encierra un terrible peligro precisamente por eso mismo, porque crece sobre visiones de una concreción tan extrema que resulta complejo convertir en imágenes lo que surgió para ser literariamente engendrado. Tanto George Sluizer, (La balsa de piedra, 2002) como Fernando Meirelles (A ciegas, 2008), podrían explicar estas dificultades con pleno conocimiento.

Villeneuve no ha corrido mejor suerte que ellos. La historia del doble, el Doppelgänger, el otro fantasmagórico, el gemelo malvado, cubre hermosas páginas literarias y algunos trabajos cinematográficos extraordinarios. Sin ser una de las grandes novelas de Saramago, Villeneuve, cuyos referentes se miran en autores geográficamente próximos como Atom Egoyan, David Lynch y David Cronenberg; y otros más lejanos como Stanley Kubrick y Roman Polanski, confunde misterio con oscuridad, tensión con desorientación y suspense con sorpresa. Y pese a tanto extravío, hay en su puesta en escena algunas imágenes fascinantes, un arranque (per)turbador y una ambición de partida que aportan un agridulce sentimiento: el saber que el viaje ha sido fallido. Ese desmoronamiento afecta incluso al propio Gyllenhaal, más cerca de su insulsa intervención en El príncipe de Persia que en ese Donnie Darko que siempre aguardamos. No es su culpa, al menos no toda. El problema recae en la parte del guión y en la falta de interés de sus personajes. Personajes (re)escritos para sostener una puesta en escena, puestos a su servicio y definitivamente desnudos para conferir recovecos emocionales a algo que podría haber ido mucho más lejos. Ahí está su vía de agua, en el guión y en las evidentes limitaciones que evidencia el director. No se vislumbra su voz propia y los modelos de partida que convoca Enemy, le quedan extraordinariamente lejos.

EL niño que quería cantar Más equilibrado y mucho más centrado aparece Pelo Malo, tercer largometraje de Mariana Rondón, un filme que hace el recorrido contrario al trabajo de Villeneuve; es decir, empieza con titubeos para acabar pareciendo mucho más de lo que realmente es. Si Villeneuve acude al maestro de las parábolas, Saramago, para poner en evidencia el naufragio del hombre contemporáneo en Enemy, Mariana Rondón se empeña en escarbar en una historia mínima, para recrear la angustia de una madre sola con dos hijos pequeños. Ese viacrucis lo ubica en la Venezuela que ve agonizar a su presidente Hugo Chávez, en un maridaje que pretende aunar la crónica íntima con el ensayo sociológico. Desastre individual y agonía colectiva. Vaya por delante que en el plano final, plano pergeñado con plena consciencia, Mariana Rondón consigue lo que en la primera mitad del filme resultaba insospechado: emblematizar.

El punto de partida, explicitado en su título, no roza ni lo anecdótico. Un niño de nueve años mantiene una batalla contra su pelo. Pelo negro, rizado, fruto de una herencia genética hecha de mezcla de razas, de cruce de culturas, de unión de desheredados. El niño quiere hacerse una foto para el colegio y manifiesta un interés por su aspecto físico que incomoda a su madre, permanentemente desquiciada con una actitud que no siempre acaba de matizarse bien. Una madre que se muestra muy incómoda con lo que percibe en su hijo: el fantasma de lo diferente, la emergencia de una presunta homosexualidad que le perturba tanto como la necesidad de encontrar trabajo.

Con esa madre al borde de un ataque de nervios, Mariana Rondón sortea algunos escollos importantes. El del reparto actoral resulta fragante. La desigualdad de la calidad interpretativa se suple porque Mariana Rondón cuenta con un antagonista decisivo: un paisaje urbano hecho de edificios-celda cuyas paredes escupen alegorías y cuyas casas constituyen cuadros descriptivos de una sociedad a la deriva; de un pueblo desquiciado. La virtud de Mariana Rondón es que tiene una idea clara, no se ha complicado la vida y sabe a dónde quiere llegar y hasta allí, a ese espacio cerrado donde se escenifica la rendición aparente de los sueños de su protagonista, ha llegado.

En definitiva el comienzo de las proyecciones de las películas a concurso en la Sección oficial del Zinemaldi mostró dos trabajos menores y una lección evidente. Son dos obras de buenas intenciones y escaso sustento, dos películas de debilidad palpable y tibias razones. Pero la diferencia estriba en que al coincidir juntas en este arranque tímido resaltan lo importante que resulta saber medir las fuerzas y acabar bien las historias. Porque esa sensación final es la que se acaba imponiendo.