uN buen conocedor del Zinemaldia, un director argentino que se ha reinventado al menos tres veces, Juan José Campanella, abrió ayer la sexagésimo primera edición del festival donostiarra con una película de animación; una de esas historias tiernas que provocan el beneplácito, la emoción e incluso las lágrimas en plateas de público no resabiado. En Argentina se titula Metegol, entre nosotros será conocida como Futbolín. Se trata de un filme sobre perdedores y fútbol; la eterna historia de la lucha contra la especulación y el abuso del poder, un cuento feliz sobre el verdadero significado de la palabra victoria.

Antes de que el Kursaal se llenara ayer para disfrutar con el último Campanella, se sabía que más de dos millones de argentinos habían pasado por los cines de su país de origen. Una cifra que roza la obtenida por El secreto de tus ojos, y que dada su naturaleza, cine de "dibujos", representa un verdadero hito, un fenómeno solo al alcance de los grandes estudios norteamericanos como Pixar.

Conviene recordar que Campanella ha trabajado en EEUU en series como Dr. House y Ley y Orden. Y que en su cine más personal, el que hace en Argentina, Campanella siempre ha tratado -y casi siempre ha sabido- resolver la difícil ecuación de combinar la vocación comercial del cine estadounidense con el deseo de autoría del cine europeo. Campanella, como todos aquellos ilustradores de sus propias historias lleva todo este tiempo recitando el mismo cuento, la historia de un outsider, la apología de un héroe anónimo que ni siquiera él mismo sabe que lo es.

El amor, la amistad, la pasión y la necesidad de hacer justicia acaban dando sentido al periplo de su protagonista. Si hace unos años el cine de Campanella se hacía de comedia romántica, El hijo de la novia, y luego supo renacer en clave de oscuro thriller político con espina dorsal de melodrama, El secreto de sus ojos; ahora cambia de registro y se presenta a la usanza del cine en 3D para toda la familia.

En algún modo, el arranque del Zinemaldia con Futbolín puede leerse como la declaración de intenciones del festival y su reconocimiento explícito al cine de animación. También la propia película de Campanella rinde su homenaje y reconocimiento al mundo del cine: desde su minuto inicial, con guiño y caricatura al 2001, una odisea del espacio de Kubrick, al Coppola de Apocalypse Now. Pero no es solo el cine, todo en él es objeto de un afán divulgativo y aleccionador, un deseo abierto de hacer un producto positivo, en las antípodas del horror que Campanella mostró en su anterior y multipremiado trabajo.

El resultado es altamente profesional. Campanella conoce el oficio y no escatima medios ni energía a la altura de sus posibilidades. El modelo, ya se ha dicho, es el cine de Lassetter y el pretexto, el deporte que mueve a las masas tanto aquí como en Argentina: el fútbol. De hecho, sus últimos 20 minutos, los ocupa un singular partido entre jugadores de alto gimnasio y rivales aficionados que pelean por mantener la dignidad y sus casas. Duelo desigual, incertidumbre hasta el último segundo; fervor y tensión, la fórmula perfecta aplicada con la frialdad de un cirujano.

Campanella suple su falta de personalidad con la aplicación inteligente de los trucos que a otros les ha dado buenos resultados. O sea que, una vez más, Campanella consigue lo que pretende. Gustar a la mayoría aunque para ello, en este caso, todo transpire la sensación de un déjà vu de Toy Story con un toque argentino.

Crepúsculo magistral de un genio Para entender la naturaleza de Futbolín bastaba ayer con acercarse al último trabajo de Hayao Miyazaki. Entrecruzar ambos filmes provoca el estupor de contraponer la pulcritud, eficacia y oficio de un correcto trabajo profesional, el filme de Campanella, con el desgarro de un maestro de la animación.

Campanella debutaba en este universo; Miyazaki acaba de decir su adiós, aunque esta despedida no sea asumida por los miles de espectadores que llevan años gozando con el universo de uno de los mayores talentos del cine animado. El filme de Miyazaki, un biopic en torno al ingeniero creador de los cazas japoneses que en la II Guerra Mundial acabaron llevando a bordo a los tristemente famosos kamikazes, se descubre como un apasionado y desgarrado poema en el que en cada recoveco, en cada intersticio de sus diálogos y situaciones, sobrevuela el pudoroso desnudo del veterano maestro japonés.

Su filme pasó con cierta discreción por el último festival de Venecia. Su existencia culmina una de las más impresionantes páginas del cine contemporáneo. En un momento de la película Miyazaki hace exclamar a uno de sus personajes que el tiempo de la creatividad dura solo diez años y que es necesario saber retirarse. Luego, en los minutos finales, vuelve a incidir en esa frase que en el fondo se la está diciendo a sí mismo. Pero Miyazaki lleva mucho más que diez años desbordando magisterio y, sin discutir su afirmación, parece indudable que el talento de un genio, por mucho que su período de creatividad haya pasado, arroja más verdad, belleza y emoción que la plenitud de tantos mediocres empeñados en beneficiarse sin dar ni arriesgar nada a cambio.

En su último filme Miyazaki recorre la galería de su propia obra, imposible no evocar el recuerdo de Porco Rosso, de Nausicaä, de Totoro? No falta nada ni nadie en este Kaze tachinu cuya calidad y complejidad excede las posibilidades de un comentario de urgencia. Su presencia establece uno de esos inolvidables momentos que dignifican a cualquier festival y lo hacen perdurar a través del tiempo.