Dirección: Derek Cianfrance. Guión: Ben Coccio, Derek Cianfrance y Darius Marder. Intérpretes: Ryan Gosling, Bradley Cooper, Eva Mendes, Ray Liotta y Rose Byrne. Nacionalidad: EEUU. 2013. Duración: 140 minutos
Se puede entender este Cruce de caminos como una suma de conjuntos, un filme río que no es lo que parece y que no reniega ni a identificarse con su tiempo ni a asumir el peso de la tradición. En su estructura ósea, Derek Cianfrance esboza un interesante ensayo sobre el peso de la sangre y la deuda de la genética. En él, todo viene presidido, aunque al principio no lo sepamos, por la cadena de un ADN determinador que parece conducir a sus víctimas hacia una desembocadura irreparable. Hay algo de tragedia griega y por eso mismo de western crepuscular en este filme que se articula en tres actos y dos tiempos. Es más, podría afirmarse que aquí yace la semilla del renacer del mito del cowboy. Más o menos veladamente Cianfrance se ajusta al universo estadounidense. En él, el paisaje adquiere un protagonismo referencial. Y en ese paisaje, como una reencarnación emanada del siglo XIX, el filme habla de un centauro sin futuro y de un sheriff con ambición. Los protagonistas de esta historia son el chico de la moto y el hijo policía del juez.
La primera parte, el primer tercio del filme, se centra en la historia de un inconformista temperamental que se gana la vida exhibiendo en las ferias su habilidad como motero. El jinete que soñó con aventuras y emociones se ha convertido en una atracción escópica, en un freak confinado a un barracón. La noticia de un hijo que no conocía, le hace reconsiderar su situación y trata de recuperar el tiempo perdido. Sin dinero, sin nada que ofrecer, el caballero veloz es tentado a poner a prueba su habilidad como atracador de bancos.
La responsabilidad de recuperar a su hijo y de reencontrarse con quien pudo haber sido su mujer, determinan un descenso al infierno. En el extremo opuesto, marcado por la mirada escrutadora de un padre juez, un joven policía se convertirá en héroe sin saberlo, conocerá la cara oculta de la corrupción policial y devendrá en hombre de éxito en una sociedad amoral.
Cianfrance, de quien tuvimos que esperar dos años largos para ver su anterior película, Blue Valentine, evidencia lo que allí era ya un grito; que estamos ante un notable forjador de relatos; un pura sangre que lleva en las venas el talento para evocar y revocar los fundamentos del cine clásico norteamericano. El desarreglo emocional, el extrañamiento vital y los cordones umbilicales de la familia propician un cine que se sabe poderoso. La cámara de Cianfrance alterna la majestuosidad de carreteras perdidas con el nervio del renacer del mejor cine indie contemporáneo. El crédito obtenido por su obra anterior se palpa en un reparto de lujo del que puede leerse sus preferencias, sus fuentes y su intención.
Repite con él Ryan Gosling. Y aparece a su lado Eva Mendes, una actriz cuya presencia es garantía de que lo que veremos será bueno o malo pero nunca previsible ni convencional. Y cuenta, además, con los rasgos reconocibles de uno de los cineastas contemporáneos más interesantes. Cianfrance alterna lo solemne con lo inmediato, la referencia Coen con el universo Cassavettes, el recuerdo del cine setentero y desencantado con las estructuras posmodernas del cine de Iñárritu y Haggis. No en vano todo su argumento acude al azar y a la casualidad. Y lo hace hasta rasgar lo verosímil para poder dotar de trascendencia una amarga reflexión en torno al final de un tiempo. E inscrita en esa epifanía el naufragio de la estructura familiar. Como en su obra anterior, aquí el desencanto y la soledad, la ruptura emocional y la desorientación personal marcan un compás de tristeza y abandono. Lo que no le impide a su narrador, convocar los aromas de un cine atemporal, clásico incluso a su pesar.