El último día de agosto cerró sus puertas el restaurante Can Fabes. No es un cierre más, uno de tantos como se están produciendo ahora al socaire de la crisis. No. El cierre de Can Fabes es, también, el final de una época, de un ciclo, de un momento seguramente único en la historia de la cocina española.

Can Fabes (en un principio El Racó de Can Fabes) abrió en 1981. Su propietario, impulsor, inspirador, cocinero y alma, Santi Santamaría, uno de los más grandes cocineros que ha dado jamás este país, llevó el viejo negocio familiar al estrellato.

Sólo tardó trece años en conseguir la ansiada tercera estrella Michelin, categoría que entonces -1994- sólo lucían dos establecimientos españoles: el madrileño Zalacain, desde 1987, y el donostiarra Arzak, desde 1989. Que nadie olvide ese dato.

Eran años de gloria culinaria. Santamaría inició su andadura cuando lo que se llamó nouvelle cuisine marcaba tendencia... aunque la cocina iba evolucionando hacia algo más personal, donde el autor, su inspiración y su talento eran fundamentales.

Además de los triestrellados destacaban algunos otros, especialmente los también donostiarras Pedro Subijana y Martín Berasategui y, de manera mediáticamente arrolladora, el catalán Ferrá Adrià. Luego fueron llegando los demás, incluso los que aún no han llegado.

Por entonces se dieron todas las circunstancias deseables para el éxito de la cocina. Entre otras cosas, se superó una crisis económica. Había ganas y curiosidad.

una nueva era Los certámenes de alta cocina de Vitoria, donde empezó la gran evolución culinaria española, pusieron de relieve que la distancia entre lo que hacían los cocineros españoles y sus colegas del resto del mundo iba reduciéndose... hasta que llegó a hacerse, en determinadas materias, favorable a los nuestros.

Fueron unos años de oro para el prestigio de los cocineros españoles. Pero, como siempre, se exageró. Se confundió la parte con el todo. Adrià fue la nueva imagen de una cocina vanguardista que sólo podía llamarse cocina española porque ése es el pasaporte del cocinero.

La cocina de Adrià no es el paradigma de la cocina española. Entiéndase bien: no es la media, ni siquiera la media-alta: es, eso sí, un caso excepcional de talento.

Se sacó pecho. Quienes tenían derecho a hacerlo y quienes supieron sacar beneficio de ello. La proliferación de actos, congresos y reuniones acabó matando la gallina de los huevos de oro. Las circunstancias económicas cambiaron a peor. Y ese momento irrepetible terminó.

Ojo, que siguen apareciendo grandes cocineros, de los que Joan Roca es el máximo ejemplo. Pero ya nada es lo mismo. Nada volverá a ser lo mismo.

La cocina de Santi era... la cocina de Santi. Pero en ella había mucho que identificaba a la tierra en la que nació y vivió. Su querido Montseny estaba en sus platos. Una cocina con raíces, con identidad.

Quiso defenderla ante otras tendencias: estaba en su derecho. No seré yo quien diga si lo hizo bien o lo hizo mal, pero poco faltó para que fuera lapidado en la plaza pública. Y eso sí que estuvo muy mal. En nombre de la presunta cocina española se defendieron intereses mucho menos generales, mucho menos nobles. Pero ya pasó. Hay que olvidar.

Santi, que sabía disfrutar de la vida, se quedó un mal día de febrero de 2011 junto a la barra de su restaurante de Singapur. Yo estaba con él. Entonces sólo supe que se moría un amigo; después, poco a poco, me fui dando cuenta de lo que venía. Hoy, dos años y medio después, su buque insignia arría bandera: es inviable económicamente.

Es un adiós más a un artista. Naturalmente, ha creado escuela; pero todos sabemos que ningún discípulo de Velázquez fue Velázquez... aunque uno de los suyos, Óscar Velasco (con dos estrellas Michelin en el madrileño Santceloni), sea a día de hoy uno de los mejores cocineros del panorama nacional. Nos queda, y eso es importante, su obra literaria. Sus libros son un compendio de sus experiencias, su filosofía y su cultura gastronómica, y una verdadera enciclopedia de sabores culinarios. Se leen, como sus artículos, con fruición.

Adiós, pues, Santi. Esto es un adiós a uno de los restaurantes que fueron referencia de un momento de gloria que también se va un poco más con su cierre. Quedará en la memoria, aunque, la verdad, tampoco vayan a creer que estoy tan seguro de ello.

No es que sea pesimista: yo soy un optimista irreductible. Es, sólo, que esto es lo que hay, aunque no falten quienes nos lo quieran vender pintado de colorines.