he de confesar que, hasta hace unos días, no había sido capaz de mantener una conversación medianamente larga con una persona vegetariana; más que nada, porque al conocer esta actividad mía de contador de cosas gastronómicas mis interlocutores trataban de catequizarme y ganarme para su causa. Una cosa es que yo admire a muchos misioneros, religiosos o civiles, que se han jugado la vida por sus ideas en tierras lejanas, y otra que me parolo trata de hacer prosélitos aquel que se cree en posesión de la verdad absoluta, creencia peligrosísima que ha tenido consecuencias trágicas para la humanidad desde el principio de los tiempos. Tal vez por eso me parezca inteligente la antiquísima religión judía, que, a diferencia de las demás, no trata de convertir a nadie.

Bien, andaba yo con mi opinión sobre el vegetarianismo, coincidente con la que expresó Julio Camba en La Casa de Lúculo: "los vegetarianos tienen razón... pero poca". Porque el vegetarianismo no implica solo no comer carne, sino una actitud vital respecto a otras cosas, como la medicina, que puedes admitirla o no.

Pero lo que está muy claro es que el respeto es la base de las relaciones humanas, y la regla de oro es tan sencilla como que si quieres que te respeten empieza por respetar a los demás. Y yo no me había sentido nunca respetado por vegetarianos y otros grupos.

Pero he cambiado de opinión. Perdonen que tenga que hablarles de mí, pero si no lo hago no se lo puedo explicar. Hace unos días, mi corazón decidió que ya era hora de emprender ese viaje que todos haremos, pero que ninguno de nosotros tiene prisa por hacer, y se paró.

Pero hubo personas empeñadas en que ni siquiera empezara el viaje. Por orden de intervención: mi mujer, el equipo de la UVI móvil del 112 que llegó enseguida a mi casa y una serie de ángeles y ángelas (disculpen el palabro) de la guarda vestidos unos de verde y otros de blanco que me adoptaron en la Unidad Coronaria de la FJD, la querida "Concha" de los periodistas madrileños.

Y entre esos ángeles de la guarda había una (los ángeles tienen sexo o, por lo menos, género) que me contó que era ovolactovegetariana. O sea: que solo come productos lácteos (pero no leche), huevos, frutas y verduras.

Como venía mucho por mi habitación, tuvimos ocasión de hablar bastante de estas cosas, desde su punto de vista y desde el mío, que, para mi deleite y sorpresa, no resultaron ser tan diferentes.

Creo que ambos aprendimos cosas. He de decir que ella, de leguminosas, sabe todo lo que se puede saber... y un poquito más. Y, lo subrayo, ninguno de los dos trató de convencer al otro de las bondades de su régimen alimenticio ni de los inconvenientes de las costumbres dietéticas del interlocutor. Gracias a ella, hoy veo a los vegetarianos de otra manera.

Es que, además, hay muchos tipos de vegetarianismo. El de mi amiga me parece razonable y creo que hasta yo podría (una temporada, claro) practicarlo. Ya lo de los veganos, los crudívoros y demás radicalismos me quedan muy lejos; lo malo es que son precisamente estos radicales de la alimentación quienes más se empeñan en un afán de apostolado que, insisto, es lo que me molesta de verdad.

Pero he de decir una cosa: me parece mucho más inteligente, sano y equilibrado hacerse de vez en cuando un menú vegetariano que la vieja costumbre de servir, en la misma comida, pescado y carne.

Todos lo hemos hecho, relegando lo verde (la ensalada) a un papel de mera comparsa. Ahora bien: tampoco es que sea yo partidario de darle a una ensalada el papel de protagonista en un menú bien diseñado. No por razones dietéticas, que también; es solo una cuestión personal que tengo con la lechuga.

Mientras, no sé si es que no me he ido o que he vuelto. Si sé que ayer, al salir de la Unidad Coronaria a una habitación en planta, disfruté de una de las puestas de sol más bellas que he visto en mi vida. Y mira que las de la ermita de A Lanzada, o las del cabo Finisterre, son espectaculares.

Pero esta me pareció de una belleza extraordinaria. A lo mejor fue porque ya no contaba con ella.