Quinta y última doble sesión la que el sábado por la noche se vivió en Mendizorroza, un polideportivo que casi dos horas antes del inicio de la actuación que iban a protagonizar Chick Corea y Paco de Lucía ya presentaba una larga cola de público que terminó por dar la vuelta a todo el edificio. La expectación era grande y desde hacía tiempo se había agotado todo el papel en taquilla, un respiro enorme para las cuentas de la trigésimo séptima edición del Festival de Jazz de Gasteiz, que repetía cartel doce años después.
De todas formas, y en esto el certamen tiene experiencias pasadas nada agradables, en esta ocasión la entrada de los espectadores y su distribución en el pabellón transcurrió de manera mucho más tranquila que otras veces de lleno absoluto, más allá de algún que otro enfado y problema con el personal de seguridad, que también los hubo.
Así, y con un calor asfixiante que incluso interrumpió el inicio del concierto de De Lucía "porque las cuerdas se saltan", empezó la jornada de clausura, una despedida que atrajo también a no pocos invitados a los que no se les ha visto la cara el resto de días.
Pero todo eso es contexto. En lo musical, se siguió el plan establecido de manera previa, es decir, arrancó la noche con el último proyecto de un Chick Corea que sorprendió a muchos por su delgadez. En hora y cuarto, al pianista y sus nuevos acompañantes les dio tiempo a bastante poco, dejando la sensación, en el caso del líder, de estar escuchando un concierto ya vivido. El veterano intérprete de Massachusetts parece estar regresando al pasado, recuperando costumbres y modos de hacer ricos y estimulantes pero demasiado conocidos.
Tampoco le ayudó una banda con demasiadas diferencias entre sus componentes, puesto que lo que ganaba, por ejemplo, con la guitarra de Charles Altura lo perdía con la percusión de Marcus Gilmore. Aún así, el concierto, como no podía ser menos estando Corea de por medio, tuvo su interés, y hay que reconocer la valentía de atreverse a tocar en una noche como la del sábado, con lo que venía después, un tema de corte flamenco.
Tras el descanso (un día más, el personal de producción hizo un trabajo rápido y eficaz casi nunca reconocido) llegó el momento de Paco de Lucía, que empezó solo como de costumbre para luego ir sumando a su grupo. Claro que en poco más de una hora y diez minutos, no hubo ni tiempo ni oportunidad de detenerse en muchos detalles. Rubio de Pruna y David de Jacoba a las voces y Farru al baile fueron los que tomaron el mando mientras las cuerdas del maestro lo sostenían todo y El Piraña, Alain Pérez y un magnífico y extraordinario Antonio Serrano ejercían de secundarios de lujo (por fortuna, los tres tuvieron más oportunidad de demostrar la calidad que atesoran en la parte compartida con Corea).
A estas alturas, el público ya se había venido arriba y se encontraba disfrutando, aunque la actuación había empezado un tanto fría. En ese instante, cuando el concierto se estaba poniendo a tono, llegó el momento de cortar para hacer un mínimo cambio en el escenario e incluir en la formación el Yamaha del pianista norteamericano.
Así, cuando pasaban cinco minutos de la medianoche, De Lucía y su banda sumaron a un nuevo componente y en algo menos de una hora subieron el listón de una doble sesión que no iba bien encaminada. Como siempre, tuvo que ser el músico norteamericano el que se amoldó, como pudo, a los ritmos flamencos, aunque estaría bien que alguna vez el guitarrista se atreviese a hacer en directo el viaje contrario. Pero más allá de eso, los tres temas que compusieron la parte final dieron la oportunidad de disfrutar y alegrar el espíritu. El público, por supuesto, en pie.