Segunda cita en Mendizorroza la que el miércoles por la noche se vivió en un Mendizorroza con algo menos de media entrada. Primera doble sesión marcada por dos nombres propios bien diferentes pero que prometían una jornada, cuando menos, interesante y atractiva. Y en buena parte Ibrahim Maalouf y Bill Frisell cumplieron, aunque mientras el joven trompeta libanés acertó casi de pleno, el guitarrista no terminó de conectar con el público o, por lo menos, con buena parte de él, con una puesta en escena que tal vez en determinados instantes necesitó de pasos hacia adelante.

Le tocó empezar a Maalouf, que regresaba a la capital alavesa justo un año después de dejar al Principal con la boca abierta. Esta vez, eso sí, la propuesta musical y el acompañamiento eran del todo diferentes. Y puede decirse, porque es verdad, que al músico nacido en el Líbano le queda todavía camino por recorrer hasta encontrar el lenguaje que sigue buscando (tiene 33 años), pero es también claro y notorio que tiene algo dentro (llámese talento, calidad, aptitud, espíritu...) que promete y mucho.

Mostrándose en varios registros, estilos y propuestas (uniendo sonidos americanos -siempre con Miles Davis presente- europeos y árabes), Maalouf casi bordó la hora y media de concierto, más allá de que algunas de sus conversaciones con el público (no estaba el personal para los juegos numéricos que planteó) fueran un poco largos. Al trompetista (que por un momento pensó que estaba en Italia y dio las gracias por ello) le acompañó además un grupo bien armado y consistente, con el que supo compartir su protagonismo más allá de que del saxo Mark Turner se esperaba algo más. A destacar la labor de Frank Woeste al piano.

Que la despedida de Maalouf fuese con toda la zona de abonados, numerados y no, en pie, no fue una casualidad (tras tocar La Javanaise se llevó la que, por el momento, es la ovación más larga de este año). Lo que le queda por delante es mucho y tiene que seguir desarrollándolo para no quedarse como un proyecto de gran músico y bien haría el certamen en no perder de vista esa senda.

Después del perceptivo descanso llegó el momento de un Frisell que volvía a Vitoria con su guitarra 17 años después de su última participación en el festival y lo hacía con una formación poco habitual (viola, violines, contrabajo y batería) bautizada como su último disco, Big Sur.

Con un planteamiento que igual hubiera funcionado mejor, de cara al público, en un teatro, el guitarrista y sus acompañantes fueron discurriendo por el jazz, el rock, el folk, el blues y el pop poniendo de manifiesto calidad e intenciones, aunque sin poder redondear en algunos momentos un discurso que de verdad sirviese para explotar las potencialidades de la formación. Eso sí, hay que reseñar la gran labor de secundario de lujo que llevó a cabo el batería Rudy Royston.

En la propina, pasada ya la medianoche, en el polideportivo no quedaba ni la mitad del personal presente al principio de la doble sesión. Los que no se sentían concernidos por el concierto se fueron marchando en un rosario interminable, mientras que los que Frisell atrapó desde el segundo uno terminaron la actuación aplaudiendo puestos en pie.