canta el vals de Astrain que las fiestas de Pamplona son una fiestas que no tienen par en el mundo y aunque la exageración sea manifiesta, cuadra bien con un ciclo festivo que tiene mucho de desmesurado y exagerado. La fiesta juliana de los sanfermines atesora un reguero de sonidos que van marcando el transcurrir de los actos festivos con una regularidad y precisión propia de avezado relojero suizo.
El rasgar del cielo del txupinazo en el pórtico del seis de julio a mediodía en la plaza consistorial con los txupines cruzando el intenso azul del cielo veraniego de Iruña, los armónicos sonidos de la Banda Municipal que repite con ritual sacro cada una de las piezas del repertorio, los dulces lamentos de txistus acompañados de enérgicos tamboriles, los expansivos acordeones que bañan las calles de los viejos Burgos con sonidos de montañas y valles, los poderosos y omnipresentes batidos de bombos e instrumentos de percusión que moldean el ambiente festivo en Jarauta, Curia o Estafeta son algunos de los sonidos que construyen esta fiesta sonora y cantarina que cada año reúnen a miles de personas que escuchan las mismas melodías, los mismos estribillos y similares repertorios.
La música, el alcohol, la marea humana se rigen por los ritmos ancestrales de músicas de fiesta, de comienzo a fin del ciclo, desde el txupinazo del día seis, hasta el pobre de mí del 14 de julio, los escenarios de la fiesta se bañan de música que invita a la danza, al movimiento, a la algarabía y al jolgorio. La radio y la televisión recogen con eficaz manera los colores sonoros de la fiesta que salvo en los encierros, donde sólo se escucha la carrera de animales y mozos en medio de un difuso griterío, se desparrama en sonidos, melodías que asientan la música como el eje vivo de la humana convivencia en armonía festera. Son los sonidos inconfundibles de la fiesta sanferminera.