Cuenta Cayo Plinio Segundo, más conocido como Plinio el Viejo, que la reina Cleopatra, por perder una apuesta a su amante Marco Antonio, llegó a disolver en vinagre una perla valorada en cinco millones de sestercios y posteriormente se bebió la disolución.

Plinio, que murió durante la erupción del Vesubio que destruyó Pompeya y Herculano en el año 79, cuenta esta anécdota en su monumental Naturalis Historia, un compendio del saber de la época, más allá de lo que hoy entenderíamos por Ciencias Naturales. Digamos, para hacernos una idea, que un sestercio de tiempos de Vespasiano equivaldría hoy a una cantidad comprendida entre 1,3 y 1,5 euros, según la fuente a la que se acuda.

Al parecer, la egipcia había apostado al romano que sería capaz de darle una cena de diez millones de sestercios. Antonio aceptó. La cena fue espléndida, pero no llegaba ni con mucho a ese presupuesto. Entonces, la reina se quitó uno de los dos pendientes que llevaba, dos perlas de buen tamaño, y preguntó al general: "¿Cuánto crees que vale esta perla?". Antonio contestó que cinco millones de sestercios y Cleopatra, entonces, la echó en una copa de vinagre, que la disolvió, y se la bebió.

La egipcia ofreció la otra a Antonio, que la rechazó y prefirió que siguiera adornando la oreja de Cleopatra, de la que, al contrario de lo que pasa con su nariz, nada sabemos. Pero se bebió, que no vamos a dudar del viejo Plinio, entre seis y siete millones y medio de sestercios.

Bueno, una extravagancia de quienes lo tenían todo en un mundo en el que la inmensa mayoría no tenía nada. Como no había redes sociales, nadie las pió (tuitear, como saben ustedes, viene del verbo to twit, que significa exactamente piar) y no pasó nada. Recientemente vi en un blog que hay un restaurante de Manhattan, cuyo nombre me niego rotundamente a publicitar, que parece ser frecuentado por clientes que, a escala más modesta, se sienten parte de la dinastía de Cleopatra VII, la última de los Ptolomeos.

oro en láminas El sitio en cuestión presume de tener un postre llamado Golden Opulence Sundae (el nombre ya es una declaración de intenciones), creado para celebrar un aniversario de la casa, que se sirve, previa petición por adelantado, al módico precio de unos 770 euros por ejemplar. Ciertamente, es opulento. Y lleva oro tanto en láminas de papel de oro comestible de 23 quilates como revistiendo las almendras que decoran el opulento helado de vainilla, con granos de una especia procedente de Tahití y chocolate de una marca, al parecer carísima, entre otras cosas. Sinceramente, creo que quien pague mil dólares por esto debería ser gravado por el Fisco estadounidense con cinco o seis mil más en concepto de impuesto a la estupidez.

No queda ahí la cosa. En el mismo lugar presumen de ofrecer la hamburguesa más cara del mundo por 226 euros. Al parecer, está hecha con carne de buey wagyu (hay que ver qué prolíficos se han vuelto en pocos años los bueyes japoneses), hecha con mantequilla a la trufa blanca, sazonada con sal ahumada del Pacífico y servida con una loncha de un artesanal y escasísimo queso cheddar.

Además, una rodaja de huevo de codorniz, nata y caviar Kaluga, que se cotiza a unos 4.500 euros el kilo y procede del río Amur, situado en la frontera ruso-china. ¿Que no es para tanto? Pues no, pero como en el caso de Cleopatra lo caro viene siendo el añadido: se pincha con un palillo hecho con oro y diamantes. Visto así, es barata. Si hay que devolver el palillo, no tanto. De todos modos, esa hamburguesa sería un chiste para la más poderosa de las egipcias: solo 170 míseros sestercios...

Y mientras, por aquí, las hamburguesas (minihamburguesas, para ser más exactos) se han convertido en las reinas de la fiesta, en las protagonistas de las cartas de los gastrobares... y en el producto por el que la gente hace colas enormes cada vez que las regalan.

Hay sitios especializados en champán y hamburguesas, lugares bautizados como gin & burger (a fuerza de poner ensalada en el gin tonic, era inevitable acabar acompañándolo con una hamburguesa).

También reaparece con fuerza el perrito caliente, conocido en el extranjero como hot dog: tendrían que ver ustedes las colas que había ante los puestos de perritos en la fiesta de la madrileña calle de Jorge Juan, en el mismísimo barrio de Salamanca, barrio de gente guapa por antonomasia. Es increíble.

Género barato ¿Renace la antigua afición por la hamburguesa? ¿Vuelve la fiebre por el perrito caliente al estilo de Manhattan? Sinceramente, mi respuesta es... no. Se ofrecen minihamburguesas y perritos en locales más o menos gastronómicos por la sencillísima razón de que es del género barato. Y se forman las mismas colas que se formarían si lo que se repartiese fuesen huevos cocidos con mahonesa, y hasta sin ella, porque son gratis, y eso provoca grandes aglomeraciones en todas partes.

Y mientras, un puñado de pijos, por llamarles algo suave, jugando a ser Cleopatras en esa Alejandría de hoy que es Nueva York. Qué verdad es que Dios da pañuelo al que no tiene mocos y, lo que es peor, y viceversa: llena de mocos a quien jamás lleva pañuelo.