UNo de los países emergentes en el panorama económico mundial es Brasil que mañana por la noche ofrecerá al mundo el mayor espectáculo que se pueda dar en la aldea global, la final de la Copa Confederaciones, especie de mundialito que se ha montado la FIFA para solaz del personal, negocio de los magnates del fútbol y despliegue de medios, de forma singular la tele que se ha vuelto a convertir en invitada indispensable en el éxito de este acontecimiento de masas. Tal deportivo fasto ha coincidido con una situación de emergencia social en el país que ha lanzado a la calle a miles de manifestantes que han intentado utilizar la plataforma mediática desplazada a Brasil para cubrir la competición deportiva y amortiguar la queja, denuncia y protesta ciudadana. Son dos mundos al mismo tiempo, los muertos, las cargas, los despliegues militares en los estadios frente a la perfección organizativa, imagen equilibrada y reluciente de una organización capaz de no dejarse manchar por el alboroto de manifestantes desarraigados. Uno tiene la impresión de que la tele está escamoteando la realidad menos lujosa, más lumpen, menos televisiva y ya se sabe que nadie puede arañar la maravillosa carrocería del más insigne espectáculo deportivo. Y mientras el balón rueda en los estadios protegidos por fuerzas policiales y militares, la sociedad brasileña protesta ante esta demostración de lujo y riqueza en un país embarcado en mundiales, olimpíadas y parejos saraos que contarán con la complicidad televisiva que escamoteará la realidad y ofrecerá el suculento opio del deporte futbolero. La conducta de mirar hacia otro lado, de dar la espalda a la incómoda realidad es práctica habitual agigantada por el poder de las narraciones televisivas.