por muchas cualidades nutritivas que atribuya la FAO a la ingesta de insectos, su recomendación caerá en saco roto en Europa, ya que comer una cosa u otra es una cuestión cultural y el viejo continente tiene sus propias cosas raras, como caracoles o ancas de rana.
En la primera edición de la Vida del repelente niño Vicente, de Rafael Azcona, publicada en 1955 por Taurus en su colección El Club de la Sonrisa, se produce este diálogo entre el susodicho infante y su preceptor, don Rosendo:
Don Rosendo: "Por otra parte, en el campo es posible encontrar las mariposas, las abejas, los cerdos y otros insectos..."
Vicente: "¿Los cerdos son insectos?"
Don Rosendo: "No... Ha sido un lapsus, hijo..."
Una revelación. Después de que desde hace varios años la publicidad nos ha incitado a aceptar al pulpo como animal de compañía, ahora la FAO nos impulsa a aceptar que, siguiendo la tesis anterior, el cerdo sea un insecto. Me temo que sólo partiendo de esa base seguiría mucha gente la recomendación que dicho organismo hace de comer insectos.
Recomendación inútil en tres cuartas partes del planeta, por otra parte, donde el consumo de insectos y otros artrópodos terrestres (los escorpiones, por mucho que se empeñen en las televisiones, no son insectos, sino arácnidos) es algo habitual. Y no sé si será eficaz en la cuarta parte del globo restante, ya que lo de comer una u otra cosa es una cuestión, más que nada, cultural, y la entomofagia lleva siglos desterrada de los hábitos gastronómicos europeos. La FAO apoya su recomendación en las cualidades nutritivas de hormigas, orugas, escarabajos, grillos y demás.
más que nutrirse Correcto... para aquellos para quienes comer se reduce a ingerir nutrientes en la cantidad y calidad necesarias. Incorrecto para quienes pensamos que comer es algo más, mucho más, que alimentarse: es un hecho cultural que debe llevar aparejado placer.
Alfred Hitchcock, más comilón que gourmet, lo dijo: "Se puede comer por dos razones: para mantenerse con vida o por placer. Yo como por placer". Y, de paso, se mantenía con vida...
Sucede que comer una cosa que, de entrada, da repelús, no produce placer. El problema de los insectos es ese: que, de entrada, dan repelús. Los bichos no están en nuestro archivo gastronómico personal. Eso sí: si se supera esa primera impresión, y se sucumbe a la curiosidad, puede uno verse agradablemente sorprendido.
Mis experiencias se limitan a la ingesta de huevos de hormiga, los escamoles mexicanos; a los no menos mexicanos chapulines y a las hormigas colombianas. ¿Desagradable? En ninguno de los casos. ¿Para repetir? Si no me queda otra, sí. Pero no me han suscitado el menor interés en llevar más allá mis investigaciones entomo-gastronómicas.
Porque, por otra parte, bichos raros ya comemos. Unos cuantos. Siempre ponía antes como ejemplo las angulas, que a un británico le estremecen por su aspecto de lombrices, como a muchos españoles les hacen estremecerse los gusanos del mezcal, por poner un ejemplo. Ahora las angulas ya no son un ejemplo, sino un mero recuerdo, un mito. Pero así eran las cosas. Comemos lo que los catalanes llaman espardenyes, y en los programas antes citados cohombros de mar; Julio Verne les llamó holoturias.
Son un equinodermo bastante repugnante, cuyo nombre catalán proviene de su aspecto de alpargata (espardenya). Su pariente más próximo es la estrella de mar. Y no solo comemos espardenyes: se pagan a precio de oro.
Hay europeos que no entienden cómo franceses, españoles e italianos son tan aficionados a los caracoles; cómo griegos y españoles devoran toneladas de pulpo; cómo las ancas de rana son una gloria culinaria gala; cómo los meridionales amamos los callos en muy distintas versiones; cómo vascos, catalanes y venecianos adoran una salsa negra hecha con tinta de cefalópodos...
Son cosas raras si nos atenemos al poema de Campoamor, ya saben: "todo es según el color / del cristal con que se mira". Ese cristal muchas veces es más importante que el objeto contemplado a través de él, porque el cristal forma parte de nosotros mismos (cada cual tiene el suyo), y lo que miramos usándolo puede venir de cualquier lugar exótico, de cualquier cultura extraña...
revisar el cristal Lejos de mi ánimo desanimarles: si quieren hacer caso a la FAO y comer insectos (después de todo, los crustáceos, que tanto nos gustan, son tan artrópodos y tan poco estéticos como ellos), háganlo. Se sorprenderán. Pero será imprescindible que antes pasen por la óptica de turno para revisar y regraduar ese cristal. Vamos, que abandonen sus prejuicios, que no son suyos, sino de su cultura.
Y, en último caso, si el paisano gallego citado por Julio Camba en La casa de Lúculo definía al cerdo como la mejor de las aves comestibles, por qué no vamos a considerar, con el personaje de Azcona, que el cerdo es un insecto. Ahora que lo pienso, ¿se imaginan ustedes lo que podría dar de sí un cerdo con seis patas?
Por el momento, creo que lo único que puede llevar a un ciudadano europeo medio a consumir insectos es... la curiosidad. A partir de ahí, cada cual verá cómo supera complejos, o como se afianza en sus arraigadas convicciones gastronómicas: usted habrá de decidir si una mosca en la sopa es una guarrada... o una guarnición.