Vitoria. No deja de ser curioso que en estos tiempos en los que uno de los temas recurrentes es el del derecho a decidir, éste sea un derecho bastante restringido en muchos ámbitos de la vida cotidiana. Para empezar, en el restaurante: cuanto más mediático sea el chef, menos capacidad de decisión tiene el cliente.
Se supone, cualquier persona lo supondría, que cuando uno va a un restaurante va a comer lo que le apetece, lo que más le gusta. Craso error. En la gran mayoría de los casos comerá, sí o sí (curiosa y democrática expresión muy en boga últimamente), lo que le venga en gana al artista, que para eso lo es y para eso se pasa el tiempo inventando combinaciones imposibles, muchas veces aberrantes y casi siempre de vida efímera.
En la edad de oro de la gastronomía, que ya les aseguro que no es, pero para nada, la actual, las cosas eran distintas. Uno llegaba al restaurante y lo primero que le daban, además de los buenos días, era la carta. Al mismo tiempo, le ofrecían un aperitivo para amenizar la consulta y la espera. En España, lo normal era la carta abierta.
Me explico: dividida en varios capítulos, según contenidos: entrantes, verduras, pescados, carnes... Uno se elaboraba su menú, y santas pascuas. Por ahí había cartas mixtas: además de una lista como la anterior, se sugerían algunos menús cerrados, a precio fijo. Eran dos posibilidades. Naturalmente, para tomar una buena decisión no hay nada como estar bien informado. De eso, de aclarar dudas, se encargaba el jefe de sala, el maître, auténtico defensor del cliente ante el cocinero y defensor del cocinero ante el cliente. Un papel muy meritorio, no siempre reconocido en su valía.
Desde luego, un buen maître era capaz, sin que el cliente lo notase, de decidir todo el menú. Pero lo hacía muy bien. Es como el sumiller: todos sabemos que si el sumiller es bueno, el cliente beberá el vino que aquél quiera, pero pareciendo que lo ha elegido él. Profesionales.
Decisión del cocinero Un buen día, el cocinero salió de su cubículo, y no para saludar al final y recibir los plácemes de la clientela, sino para ejercer de maître. Bueno: es aceptable. Pero las cartas, como las papeletas electorales, derivaron hacia las listas cerradas. Menú degustación, a tanto, siempre que lo pidan todos los ocupantes de la mesa. Hombre, siempre cabía negociar un cambio, pero la idea era el menú. Y no tienen ustedes ni idea de lo disparatados, en orden y composición, que podían llegar a ser esos menús-degustación. Pero, por lo menos, decían lo que llevaban. Demasiada concesión al cliente así que vamos a no dar detalles. Y uno, atónito, ve en las cartas cosas como: menú del chef, tanto; menú corto, tanto; menú de mercado, tanto; menú gastronómico, tanto... Y se pregunta hoy, en el siglo XXI, con ordenadores e impresoras ¿qué trabajo cuesta imprimir los menús? Yo lo sé: ninguno. ¿Por qué no lo hacen? ¡Ah...! A saber.
Ir a uno de estos restaurantes empieza a parecerse a ir al médico donde lo primero que le pregunta es si "es usted alérgico a algo". En muchos de estos establecimientos también le preguntan si hay "algo que no pueda comer".
No se corte e incluya en su respuesta, siguiendo el consejo de Julio Camba, no sólo lo que de verdad le sienta mal sino todo aquello que no le gusta o no tiene el menor interés en saber si le gusta, dejando claro, además, que si le apeteciese un aliño tailandés habría ido a un restaurante tai.
El que paga manda No lo he dicho porque cae por su peso pero, por si acaso, convendrá especificar que en un restaurante, al final, el que paga es usted. Yo sé, lo tengo muy claro, que lo de "el cliente siempre tiene razón" es una falacia; pero sé perfectamente que, con razón o sin ella, el que paga, manda. De modo que qué menos que dejarle el derecho a decidir en qué va a invertir su dinero.
Así que reivindico con toda firmeza mi derecho a decidir... porque también echo de menos el placer -sí, es un placer- de consultar la carta con calma, de hacerme una idea de por dónde van las cosas, de mantener una interesante conversación con el maître y el sumiller para despejar cualquier duda o aclarar conceptos.
Qué quieren que les diga: lo que de verdad echo de menos es el restaurante, con todo lo que la palabra significaba, que era más, mucho más, que un sitio al que uno iba a comer. Es una pena, pero cada vez quedan menos. Deberíamos declararlos bienes de interés cultural, especies protegidas o algo así. Son ya uno de los últimos refugios de la civilización occidental: cuidémoslos.