Dirección: Benh Zeitlin. Guión: Lucy Alibar y Benh Zeitlin, según la obra de Lucy Alibar. Intérpretes: Quvenzhané Wallis, Dwight Henry, Levy Easterly, Lowell Landes y Pamela Harper. Nacionalidad: EEUU. 2012. Duración: 92 minutos
Hay películas que se salen de los cánones. Su existencia deslumbra. Si se prefiere utilizar términos más académicos, diríamos que producen una gran impresión con estudiado exceso de ¿lujo? Hablar de lujo en un filme cuyo paisaje, un pantano de basuras, está presidido por restos orgánicos en descomposición, en mitad de una zona, Nueva Orleans, castigada por la lluvia y los vientos, parecería un disparate. Pero aquí hay lujo en su acepción más noble; porque lo que aquí acontece es sencillamente, lo extraordinario.
Por eso mismo, en EEUU, Benh Zeitlin se ha convertido en la esperanza cinematográfica del año, es el creador más alabado; el artista indie sobre el que más altas expectativas se generan. Zeitlin ha cumplido 30 años. Es un cachorro engendrado en Manhattan, aunque formado en Queens. Director, guionista y compositor, su despegue evoca las estelas provocadas en su momento por compatriotas suyos como Steven Soderbergh y David Fincher. Como al autor de Sex, Lies, and Videotape (1989), Cannes lo legitimó cuando éste, su primer largometraje, ganó la Cámara de Oro. Desde entonces, allí donde va, arrasa. Tanto que en algunos casos provoca esa verde desconfianza que levanta el éxito de lo nuevo.
Pero ¿qué es Bestias del sur salvaje? Un filme pantano donde palpita mucho más de lo que se muestra. Un laberinto emocional presidido por una niña-actriz cuya presencia lo llena todo y todo lo conmociona. Fundamentalmente Bestias del sur salvaje parece haberse construido con carne de documental y sangre de fábula. Lo real y lo imaginario, la ficción y la no ficción flotan en unas aguas en las que la sombra del Apocalipsis adquiere un siniestro significado.
En medio de una zona anegada, cercada por un dique construido para perseverar unas instalaciones industriales ¿contaminantes? cuyo negocio implica la muerte de lo que queda al otro lado, Lucy Alivar (coguionista y autora de la obra original) y Benh Zeitlin imaginan una comunidad de desterrados; un colectivo a la deriva, los últimos salvajes de un mundo en descomposición.
De entre todos ellos, será la mirada de una niña, cuya madre ha desaparecido, cuyo padre tiene el corazón quebrado y mala la sangre, quien nos guíe por un periplo abrupto, destemplado. Lo que aquí acontece parece un retablo de dolores, una escenificación articulada a saltos sobre la epopeya de quienes por no tener ni siquiera tienen tierra porque ésta ha sido borrada por aguas en cuyo interior crece el veneno. Como tabla viva que es, cada secuencia alimenta pequeños detalles atravesados por una obsesión: el mundo es muy frágil y la ruptura de una pequeña pieza puede determinar su holocausto. Los supervivientes de esos pantanos que supieron del Katrina y que tanto duelo significó para la América de Obama, luchan desesperadamente para permanecer en su coto. En un país que tanto sabe de reservas esto adquiere un funesto enunciado.
Que sean los ojos de una niña de magnetismo inconcebible quienes nos dirija hacia ese desfiladero terminal, marca un contrapunto fascinante. Desde Leolo no se había vivido un filme capaz de bucear tan hondo en el mundo de lo onírico. Y Zeitlin lo hace sin apenas oxígeno. Con cámara de corresponsal en medio de un campo de batalla, con ecos fantásticos en los que unos ven a Spike Jonze y Maurice Sendak y en donde resuena el universo del Miyazaki de La princesa Mononoke. Aquí vemos cómo una princesita negra y ¿huérfana? convive con monstruos y trata de encontrar su origen en lupanares exóticos perdidos en medio de una naturaleza simbólica. Lo dicho. Un terrible y conmovedor cuento que inaugura una trayectoria que promete ser singular.