Sostenía Tolstoi que la música es la taquigrafía de la emoción. A Maurice Ravel (Ziburu, 7 de marzo de 1875 - París, 28 de diciembre de 1937) le gustaba parafrasear a Edgar Allan Poe para colocar su destino "en el punto medio entre la sensibilidad y la inteligencia".
El viernes se cumplieron 75 años de la muerte del compositor labortarra y el tiempo ha confirmado su prestigio en vida. No ha necesitado un catálogo especialmente extenso, sino una prodigiosa concentración de obras maestras. "Estudiándolo, uno se da cuenta del cuidado que puso en hacer una obra perfecta. Cada detalle y cada posibilidad ha sido explorado y llevado hasta su último extremo; es uno de los grandes", apunta Joaquín Achúcarro, uno de sus mejores traductores. "Supone un antes y un después en la historia de la música del siglo XX y de todos los tiempos, como creador y, sobre todo como orquestador", sugiere Josu Okiñena, pianista e investigador de la obra de Aita Donostia, que fue amigo de Ravel. "Es el músico vasco más universal", sentencia Iñigo Alberdi, director general de la Orquesta de Euskadi, que grabó en 2001 parte de su discografía.
Para su amigo y colega Igor Stravinsky, Ravel poseía la minuciosidad de un relojero suizo, quizá heredado de su padre, un ingeniero civil helvético. Su madre, la vasca Marie Delouart, le transmitió la cultura y el folklore del país.
Como suele ocurrir, desde pequeño, animado por un ambiente familiar favorable, mostró un talento musical extraordinario. Fue revolucionario desde su juventud, escribió sus primeras obras maestras con la llegada del siglo XX (como su Sonatina o la excelsa Gaspard de la nuit ). Ravel, eximido de ir al frente primero por su estatura y, tras su insistencia, por enfermar de una peritonitis, perdió a su madre y a buenos amigos en la I Guerra Mundial. Su música ganó en gravedad: en esos años compuso Le Tombeau de Couperin y el poema sinfónico La Valse. Admirador -y toda admiración es un modo de influencia- de Mozart, Satie o Debussy, mantuvo siempre, sin embargo, un espíritu musical muy independiente.
Los testimonios de la época lo retratan como un hombre taciturno, enamorado de artefactos mecánicos, solitario y pudoroso, pero con una rica vida social. A esa paradoja se refiere Achúcharro: "Curiosamente, parece que observado desde el exterior era casi antipático, un hombre frío y sarcástico, que dejaba cortado a quien se dirigía a él. Su música, sin embargo, desvela el mundo enormemente expresivo y romántico de su alma". Eso que Le Robert llama "las efusiones más ocultas del corazón".
Sin socavar los principios del clasicismo, a Ravel se le atribuye la renovación de la escena musical. "Cuando se habla de creadores, para poder crear hay que transgredir normas, si no se rompe con los establecido no se crea, se sigue con el modelo", subraya Okiñena.
En 1928 compuso su célebre Bolero, por encargo de la bailarina y coreógrafa Ida Rubinstein y se consagró en 1928 en una gira mastodóntica para la época por Estados Unidos y Canadá.
Una penosa parálisis progresiva arruinó el final de su vida, a partir de 1933, una enfermedad neurológica, que le condenó a un silencio involuntario desordenando su motricidad y su lenguaje. Podía pensar en música pero era incapaz de escribir o tocar una sola nota.
En 1937, el año de su muerte, Achúcarro y Ravel se cruzaron al parecer en San Juan de Luz, donde el pianista vizcaino se exilió durante diez meses en la Guerra Civil. "Mi madre dice que lo vio nadar en la playa", recuerda el intérprete, que reconoce que "él musicalmente dio todo a la Humanidad; y yo, musicalmente, le doy todo lo que le puedo dar". "Sigo estudiándolo con mucho placer".
grabaciones
Con la mano izquierda
Achúcarro grabó un monográfico con la Orquesta de Euskadi, dirigida por Gilbert Valga, después del éxito obtenido por el solista y la formación en su primera gira por Sudamérica, además del deseo y el empeño de la OSE por recoger las obras de compositores de raíces vascas. Editado por Claves en 2001, el monográfico recoge el Concierto para piano y orquesta en Sol Mayor. Alborada del gracioso y Concierto para piano y orquesta, mano izquierda, en re mayor. Esta ultima pieza, además de su intrínseco valor artístico, contiene "acepciones humanistas muy importantes", abunda Alberdi. Se trata de una de las obras más curiosas de Ravel, escrita en la cima de su carrera, antes de caer enfermo y sin embargo teñida de una premonitoria fatalidad. Dedicó la obra al pianista austríaco Paul Wittgenstein, que perdió su brazo derecho en la I Guerra Mundial. Britten y Strauss, entre otros, también compusieron para Wittgenstein, pero la pieza del compositor de Ziburu es, sin duda, la más celebrada: la obra explora todos los recursos técnicos de la mano izquierda. "De los 40 discos que hemos publicado, este es uno de los que más aceptación ha tenido. En el catálogo de la discográfica está agotado, aunque a nosotros nos quedan algunos", reseña. Alberdi subraya su labor de orquestación. Aunque tiene numerosas intervenciones destacadas, hay una paradigmática: su versión de Cuadros de una exposición de Mussorgsky es la más interpretada (de hecho, la orquesta vasca la interpretó recientemente). "Tenía una habilidad para manejar la técnica de orquestación como no ha habido otro en la historia de la música", apuntala Okiñena. "Los cuadros de Mussorgsky se dio a conocer por la orquestación de Ravel", revela el pianista donostiarra, que valora que con sus piezas, de la más simple a la más difícil (Gaspard de la nuit) abarca toda la gama de posibilidades y el lenguaje pianístico", aunque Okiñena se reserva una pieza de predilección especial: Le tombeau de Couperin. Ravel huía de cualquier teorización. En su Esquisse autobiographique (1928) escribió: "Nunca he intentado la necesidad de formular, para otros o para mí mismo, los principios de mi estética. Si tuviera que hacerlo, pediría permiso para atribuirme las sencillas declaraciones que Mozart hizo al respecto. Se limitó a decirle que la música puede emprenderlo todo, atreverse a todo y pintarlo todo, con tal encanto que al final permaneciese siempre la música".
identidad
Sus dos patrias
Durante un tiempo se discutió la vasquidad de Ravel, porque se marchó muy joven a París y sus regresos a Euskal Herria, aunque regulares, fueron puntuales. La Enciclopedia Auñamendi recoge que hablaba con corrección el euskera y que le gustaba alojarse en San Juan de Luz, su pueblo materno, donde asistía a los festejos populares. A sus tertulias en el café de Ziburu (Ciboure en su acepción francesa) asistía, entre otros, el pintor Ramiro Arrue. La identificación era mutua: en 1929, tras la creación del Bolero, Donostia, Baiona, Biarritz y Pamplona le rindieron homenaje.
Iñigo Alberdi, además de la circunstancia de su lugar de nacimiento, cita que "mantuvo toda su vida una conexión muy importante, y en su imaginario el mundo vasco y el folklore estaba muy presente". Esa influencia es "clara" en el Trío en la menor. El ritmo del zor-tziko, del cinco por ocho, también se asoma en otras de sus piezas, como la segunda de las Tres canciones de Don Quijote a Dulcinea. De hecho, el creador empezó a componer una pieza de ballet de inconfundible tema vasco, Zazpiak bat, pero que la I Guerra Mundial interrumpió fatalmente. "Por su estética y forma de tratamiento de ritmos folclóricos y material popular -precisa Alberdi- ha influido a todos los compositores vascos, de Garbizu a Aita Donostia".
Precisamente, fue su amistad con Aita Donostia la idea que Ravel tenía sobre su identidad. Okiñena cuenta que, cuando conoció al sacerdote donostiarra, en 1920, "tenía miedo a encontrarse con una música muy monástica, pero se llevó una agradable sorpresa por la sensibilidad musical de la obra". Tanto que escribe a su profesor, Eugène Cools, para recomendarlo: "Un compatriota mío, porque ha de saber usted que los vascos tenemos dos patrias, Aita Donostia, me ha visitado para darme a conocer sus obras y pedirme consejo...". "Es una evidencia objetiva -enfatiza Okiñena-, lo estamos leyendo en las fuentes primarias. No solo al analizar su obra se encuentran elementos de la música vasca, sino que él mismo confiesa que se siente vasco".