Dirección: Costa-Gavras. Guión: Costa-Gavras, J.C. Grumberg y Karim Boukercha. Intérpretes: Gad Elmaleh, Gabriel Byrne, Natacha Régnier, Céline Sallette y Liya Kebede. Nacionalidad: Francia. 2012 Duración: 114 minutos

Que sea un cineasta de origen griego quien presente ahora uno de los más corrosivos alegatos sobre el penoso espectáculo del mundo de la especulación financiera, tiene su gracia. No cabe discutir que hay algo de justicia poética en el hecho de que Gavras, ateniense de nacimiento aunque francés de vocación, sea quien entone el más lúcido discurso contra la insensibilidad de quienes manejan el dinero hoy en día. Que el título escogido se apropie de la obra cumbre de Karl Marx para representar la perversión absoluta del liberalismo sin entrañas ni moral, también redunda en esa misma dirección sarcástica.

¿Que nos espera en El capital de Costa Gravas? Un gancho izquierdista capaz de enhebrar la socarronería de aires populistas e incluso un regodeo bufonesco, con la actitud de quien lleva 79 años firme en un compromiso intelectual que entiende el cine al servicio de las ideas políticas. Tal vez muchos espectadores ni siquiera han oído hablar de títulos como Z (1969), Estado de sitio (1973), Desaparecido (1982), El sendero de la traición (1988), La caja de música (1989), Contre l'oubli (1991), -codirigido con Chantal Akerman-, Amén (2001) y Arcadia (2005). Pero si se toman la molestia de indagar en ellos, llegarán a la conclusión de que en casi medio siglo de hacer cine, Gavras siempre ha acudido allí donde su cámara podía aportar algún alegato contra la injusticia. El fascismo en cualquiera de sus máscaras,-del nazismo al stalinismo-, la geografía de la ignominia en todos sus espacios, de Chile a Grecia; el racismo, la tortura, la tibieza cuando no cobardía del Vaticano, ... casi todas las cloacas del siglo XX han sido visitadas por sus cámaras. Ahora, a punto de cumplir los 80, Gavras reitera que continúa sin moverse ni un milímetro de aquel lugar en el que, tras curtirse al lado de René Clément, inició con Yves Montand una decidida apuesta por hacer del cine un escalpelo de denuncia.

Lejos del desmoronamiento agónico con el que Cronenberg retrata el tiempo de la crisis financiera en Cosmópolis; y también totalmente distanciado de la feroz y convulsa epifanía del Leos Carax de Holy Motors, Gavras se arma con las viejas retrancas de la comedia clásica. Gavras nunca ha sido un estilista. Su cine va directo y con obstinación hacia lo que él considera el núcleo del mal. Para llegar allí, convierte el escenario de su filme en una prolongación humorística, tosca e incluso obvia del universo de Shakespeare. Las intrigas palaciegas, los pasillos del poder (económico) y el juego de intereses, convierten a la gran banca en una miserable estafa, en un circo de patéticos arribistas y pasiones ridículas.

Le cabe al público descifrar las posibles concomitancias con la realidad. A Gavras, en este caso, eso es algo que parece no importarle demasiado. Para el cineasta que miró debajo de las peores alfombras de la criminalidad humana, el dinero y sus sirvientes apenas le merecen el desprecio de la risa. En El capital, Gavras se sirve de un oscuro y astuto lugarteniente de la banca. Una suerte de Sarkozy de la economía al que las circunstancias le colocan en el lugar oportuno en el momento idóneo. Con él y a través de él, el filme se complace en mostrar la podredumbre del capitalismo, la quebradiza entereza de su guardia pretoriana y la inexistente ética de sus leyes, fidelidades y deudas. Ajeno a aparentar equilibrio y rigor en las formas, El capital roe sin disimulo un hueso que busca la sonrisa para conjurar el dolor de un diagnóstico terrible. Costaría trabajo bucear en la cinematografía de Gavras, para entre todas las galerías de monstruos que este hombre ha retratado encontrar un horizonte menos optimista que el que aquí se vislumbra.