Dirección: Sam Mendes Guión: John Logan y Neal Purvis Intérpretes: Daniel Craig, Judi Dench, Bérénice Marlohe, Helen McCrory, Javier Bardem, Ralph Fiennes y Ben Whishaw Nacionalidad: Reino Unido, EE.UU. 2012 Duración: 143 minutos

hay dos maneras fundamentales de entrar en Skyfall. Dos preguntas que en su enunciado denotan la toma de postura ante la película de quien se interroga. Una sería cuestionarse ¿qué queda aquí de aquel Sam Mendes que, tras labrarse un importante prestigio en la escena teatral, irrumpió poderoso y triunfal en la dirección cinematográfica con títulos como American Beauty (1999) y Camino a la perdición (2002)? La otra apuntaría a saber ¿qué permanece en la vigesimotercera entrega de las aventuras de James Bond de aquél que hace sesenta años ideó Ian Fleming? Como todo proceso dialéctico, la respuesta se agazapa en el umbral. En ese paso intermedio, en la síntesis entre el autor y la franquicia. O si se prefiere, en una tierra de nadie que deja en la boca el agridulce sabor de la pérdida.

A un ritmo más o menos regular de un título cada dos años, Bond ha cumplido medio siglo de vida fílmica y ha culminado veintitrés aventuras. Ha tenido varios rostros y ha atravesado décadas de la historia. Cuando nació, un ordenador ocupaba una gran sala, la guerra fría establecía una prístina diferencia entre el bien y el mal, lo digital ni siquiera era un sueño y Sam Mendes tardaría todavía tres años en aparecer en el mundo. De hecho, cuando nació Mendes, Fleming, el creador literario de Bond en 1952, había muerto antes del rodaje de Goldeneye.

Precisamente por todo ello, por el lastre de ese medio siglo de historia, todo en Skyfall se roza con los colmillos del tiempo, con el desgaste de la vida. Mendes y sus guionistas, por más que lo disimulen, voluntariamente o por culpa de su impericia copian la estrategia seguida por Christopher Nolan ante Batman. En su caso, más maniatados por el peso de la franquicia, se asoman al envejecimiento del famoso espía para, en los últimos metros del filme, acudir al origen. Un origen revestido de tragedia y adornado con la orfandad. James Bond, como Batman, como Bambi, como todos los cuentos perdió a sus padres en su infancia.

Mendes, que tuvo una irrupción fulgurante y que en los últimos tiempos ha llamado más la atención por sus compañeras sentimentales que por sus aportaciones fílmicas, se asoma a un material con querencia de hondura pero sin nervio para la aventura.

Hasta la aparición de Javier Bardem, en el comienzo del segundo tercio de la película, el filme transcurre como un trailer de espectaculares persecuciones en las que ni siquiera la muerte de Bond provoca emoción alguna. Ningún espectador puede creer en ella tal y como ésta nos es narrada.

Bardem, heredero de todos los antagonistas que Bond ha tenido a lo largo de su vida, compone un personaje concebido como su espejo invertido, una especie de hermano oscuro que coloca a James ante el lado siniestro del poder que representa M, la gran madre del MI6, y lo que el servicio de inteligencia representa. Había un buen filón en el que escarbar pero Skyfall, como los malos toros, en lugar de embestir allí donde hay vida, se pierde en trotes al servicio de los especialistas. Y Bardem, que tiene un arranque fulgurante, eso sí con un tratamiento de maquillaje facial que parece haber sido concebido por sus fans de Intereconomía, se disuelve en nada sin abrir la caja de Pandora que representaría asomarse a la moralidad de esa máquina de matar puesta al servicio de Su Majestad, la reina de Inglaterra.

Mendes, que evidentemente es un advenedizo en el cine de psicópatas, terror y fantasía, se dedica a mal disfrazar los robos que realiza de ideas ajenas. Nada hay original, nada conmociona y, lo peor, nada encaja. Ni siquiera la estoica y quebrada figura de un Bond casi casto e inapetente que comienza a pedir el retiro. Si le aplican la medicina anticrisis, Craig no se jubila; nos jubila.