"Es la sardina uno de los peces más delicados y, aunque el más susceptible de condimentos, ninguno le da más gracia que el más sencillo, que se reduce a asarla ligeramente en las brasas, preparada con algunas arenas de sal y, cuando más, envuelta en una hoja de parra...".

Así lo dejó escrito, nada menos que en 1788, Joseph Cornide en su Ensayo de una historia de los peces y otras producciones marinas de la costa de Galicia, arreglado al sistema del caballero Carlos Linneo. Cornide, naturalmente, era gallego. Coruñés. Como gallegos fueron Camba, Picadillo o Cunqueiro, que han escrito páginas difícilmente superables sobre la sardina.

Josep Pla, como todo el mundo sabe, no era gallego, sino catalán, y catalán del Empordà. Pero lo tenía clarísimo cuando escribió en El que hem menjat (Lo que hemos comido): "Las personas aficionadas a la cocina del pescado saben perfectamente que la sardina es el mejor pez comestible...".

La sardina es pescado veraniego, aunque Pla señalaba como su mejor época finales de abril y principios de mayo. Puede que esas fueran las mejores fechas para la sardina en aguas de la Costa Brava; en el Atlántico, en el Cantábrico, es por San Juan cuando la sardina "pringa el pan". Si los espárragos son los heraldos de la primavera, las sardinas son las pregoneras del verano: para mí, la primera sardinada marca el principio del verano, más que el solsticio en sí mismo.

Ya va siendo tradición que esa primera sardinada la viva en Getxo, en el Puerto Viejo de Algorta, con ocasión del encuentro anual de cine y gastronomía llamado Cinegourland. Tiene encanto comerse unas buenas sardinas asadas justo en la orilla derecha, la opuesta a la que recorría la sardinera que iba de Santurce a Bilbao "por toda la orilla"... izquierda, al otro lado del puente colgante más elegante. Las sardinas son un pescado que se puede comer, y se come, de muchas maneras. El propio Cornide enumera estas: "frita, guisada, rellena, en escaveche (sic) y cocida; pero su uso más ordinario, más útil (...) es salada, bien sea a la gallega, bien a la catalana". Picadillo ofrece veintiuna recetas, y Emilia Pardo Bazán da once en La cocina española antigua y solo una en La cocina española moderna.

En lo que hay unanimidad es en la fórmula preferida: a la brasa, con o sin parrilla. Camba describe punto por punto cómo las preparaba su amigo el boticario Pepe Roig; Cunqueiro se explaya, y matiza que las mejores sardinas para esta fórmula son las de julio y agosto. Y afirma que "no es lo mismo asarlas a la plancha que a la parrilla".

Acuerdo en esto también. Dice Pla: "La sardina se ha de comer a la brasa. ¡Hagan el favor, no la coman nunca a la plancha!" Por su parte, mi añorado amigo Jorge Víctor Sueiro, en Comer en Galicia, compara las sardinas a la brasa con las hechas a la plancha, de las que dice: "La plancha las hacía, pero las requemaba y consumía de algún modo sus sustancias mejores..."

asadas De acuerdo, entonces: las sardinas, en verano, a partir de San Juan, en cuya noche mágica se encenderán las hogueras purificadoras... cuyas brasas servirán para asar toneladas de sardinas en esa especie de aquelarre que acaba dominado por el penetrante (y persistente) olor de las sardinas asadas, olor que invadirá el litoral peninsular durante todo el verano.

Sardinas asadas. Para mí son recuerdos de gratísimos atardeceres frente al mar, al aire libre (las sardinas asadas no se llevan bien con los sitios cerrados), sin más compañeros que un buen pan, de los de pueblo, cortado en rebanadas que sirvan de plato de soporte a cada sardina, y un vino honrado y fresco, que puede ser, como en Getxo, un txakoli, o puede ser un albariño, un ribeiro, un godello... Sardinas, pan y vino: eso es una troika perfecta, y no las de la UE. La cosa es ideal en compañía de buenos amigos, viejos o nuevos: comer sardinas juntos, ya lo decía Camba, crea un vínculo indestructible. Vean que a esas sardinas no se les hace nada: no se vacían, ni se les quitan las espinas; llegan enteras. Y así se comen, sin el menor remilgo, apoyadas sobre el pan y usando los dedos como cubiertos. Si las tomáramos de otra forma separaríamos las espinas, incluso las espinillas laterales, y tal vez desecharíamos la piel; en este plan, a la brasa, nos comemos todo menos la espina central, la cabeza y las tripas. Y nadie se conforma con una sardina. Ni con dos, o tres.

No quiero dejar de mencionar otra forma excelente de asar sardinas: los clásicos espetos malagueños o granadinos, que cada año se ven amenazados por absurdas prohibiciones... cuando esos espetos deberían ser declarados bienes de interés cultural.

Y, ya que hablamos de eso, sería un detalle que la UNESCO declarase las sardinadas veraniegas (me cuesta, como gallego, no decir sardiñadas) patrimonio de la humanidad; pero nada de patrimonio intangible... que una docenita de sardinas hechas a la brasa son, seguramente, una de las cosas más tangibles que nos podemos imaginar.