Vitoria. Los hermanos Lumière ya filmaron a unos obreros saliendo de una fábrica, pero desde entonces hasta ahora, el abuso capitalista, las huelgas o el paro han inspirado películas tan conocidas como Las uvas de la ira, Metrópolis, Recursos humanos, Mi nombre es Joe o Los lunes al sol. En el Día del Trabajo en un año marcado por la crisis, los recortes y despidos, resulta más fácil que nunca empatizar con ese cine obrero que ha renunciado al glamour para profundizar en la preocupación social que provoca ese derecho universal cada vez más vulnerado.
Después de los Lumière, en los albores del séptimo arte, fue la Rusia posrevolucionaria la responsable de crear las primeras obras maestras del cine que miraba al trabajador. Basta la filmografía de Sergei Eisenstein para encontrar una cuantas: La huelga, El acorazado Potemkin u Octubre reivindicaban la fuerza del proletariado unido en la época del cine mudo. En Alemania, Fritz Lang coronaba su época expresionista con Metrópolis, filme ambientado en el siglo XXI en el que el realizador vaticinaba, sin andar del todo desencaminado, una sociedad mecanizada y privada de libertades, en pos de una oligarquía derrochadora. Y en Hollywood, sin palabras pero cuando ya existía el sonido, Charles Chaplin denunciaba la alienación del trabajador en la cadena de montaje en Tiempos modernos.
La Gran Depresión se tradujo en filmes como la comedia esperanzadora Los viajes de Sullivan o Las uvas de la ira, dirigida por John Ford y basada en el libro de John Steinbeck, análisis de cómo pagan los desmanes de una sociedad derrochadora los que nunca disfrutaron la opulencia.
Aquella película se estrenó en 1940, pero pocos años más tarde, cualquier referencia al obrero y sus reivindicaciones sería tabú por vincularse al comunismo, objetivo a perseguir por el Comité de Actividades Antiamericanas durante la Caza de Brujas.
Herbert J. Biberman fue uno de los realizadores encarcelados durante la misma, pero en 1954 consiguió rodar en Nuevo México La sal de la tierra, película de un realismo cercano al documental considerada hoy una obra maestra sobre las injusticias laborales y el derramamiento de sangre en las protestas obreras. En la película de Biberman, los protagonistas eran unos mineros, profesión especialmente castigada que también inspiró Odio en las Entrañas, de Martin Ritt, o la adaptación de Germinal, de Èmile Zola, realizada por Claude Berri. En Francia, Jean-Luc Godard, tras fundar la nouvelle vague, que se haciendo más radical políticamente y rodó en 1972 Todo va bien, la historia de un matrimonio en crisis que se ve envuelto en una huelga de trabajadores, dilucidando así si la revolución y el amor de pareja son compatibles.
Ya en el siglo XXI, con el auge capitalista y la globalización, Laurent Cantet realizó Recursos humanos, sobre los expedientes de regulación de empleo, y El empleo del tiempo, basada en el caso de un hombre que se suicidó tras ocultar a su familia durante meses que había sido despedido del trabajo.
Esa temática, tratada de forma más cómica y desembocando en un striptease, era la misma que sucedía a Tom Wilkinson de Full Monty, de Peter Cattaneo, película que fue un taquillazo mundial con un presupuesto ridículo y era el lado más positivo del cineasta obrero británico por excelencia, Ken Loach, consagrado artísticamente a analizar las consecuencias del thatcherismo. De toda su filmografía, quizá Mi nombre es Joe es la más obrera de sus abejas, aunque también hay títulos como En un mundo libre, Lloviendo piedras o Pan y rosas. Primero para Broadway y luego para Hollywood, David Mamet diseccionó la crueldad empresarial para forzar la competitividad entre trabajadores en Glengarry Glen Ross, algo que permitió a Lars von Trier hacer su única comedia, El jefe de todo esto, en la que una empresa contrataba a un actor para despedir a los trabajadores.