EL tren de la historia nunca se detiene. El de Ángel Illarramendi le ha dejado en pleno veranillo de San Miguel gasteiztarra, arrastrando una maleta de ruedas. La senda ferroviaria encadena con los raíles de sus partituras, que ya está ensayando el intérprete. No es una conspiración musical. Es La conspiración cinéfila. Esto mola.
Daniel Oyarzabal ensaya al piano en el centro de musicoterapia Agruparte, en el paseo de la Zumaquera. Ángel y él se presentan. Chocan las manos, que transmiten el relevo de compositor a teclista. Al poco llega Pedro Olea, que encuadra la escena. En Gasteiz, de la mano de Sonora Estudios, se graba la banda sonora de su última película, La conspiración, un retrato del general Mola que estará listo dentro de unas semanas para su pase televisivo. La historia se repite... en 625 líneas.
Olea ha dejado en barbecho unos cuantos proyectos, entre ellos una historia de miedo, La coartada del diablo. "Pero ésta es de mucho más terror", asegura, "incluso estéticamente me he encargado de que tuviera algo de la Hammer, y algo de los mafiosos de los Padrinos". Es la historia "de un loco, un loco peligroso", una historia que rodó a comienzos del verano en localizaciones de Bizkaia, Gipuzkoa y Nafarroa. Así que, claro, restaba Araba, presente ahora en la música. "Faltaría Iparralde", apunta Olea.
Oyarzabal e Illaramendi se vuelcan con otro norte, el musical, que comienza con unos fragmentos de piano, "un piano tocado de diversas formas, porque se pueden hacer efectos para tratarlo de manera diferente, tanto como elemento de percusión como de manera más sutil", explica el compositor, poco antes de aporrear las teclas sacando de ellas un sonido intenso y sobrecogedor. El órgano y la armónica -tocada por él mismo- serán los otros instrumentos presentes en la línea musical de una cinta que "es como un thriller, que tiene su misterio y se ve con mucho interés; le mantiene a uno pegado a la silla".
Olea coincide con él. "Mi intención no es hacer un docudrama, sino una ficción con tratamiento de thriller político", apunta, tras alabar la dedicación y el talento del músico. "Se ha visto más veces que yo el copión". Su pico de trabajo llegó en el rodaje, con maratonianas jornadas de doce horas al frente de hasta 43 intérpretes. "Es como un monje cisterciense, no come, el tiempo de la comida es para reflexionar; acabar antes de tiempo es su obsesión", asegura el productor, Alberto Rojo, que ya trabajo con él en Athletic, un siglo de pasión.
La misma que destila un Daniel Oyarzabal que es el que hoy suda las gotas más gordas. Ya por la tarde, respetando la hora de la siesta en la iglesia de El Carmen, cambia piano por órgano, por "el mejor órgano que hay en Vitoria", para acometer la música del que será el tramo final de la película, cuando estalla el conflicto. No desvelamos nada. Es lo bueno de jugar con la historia. Y, sin embargos Illarramendi confiesa que la cinta le mantiene en un vilo al que él trata de contribuir con sus notas. "Tienen que estar creando tensión, manteniéndola soterradamente", apunta.
La de Oyarzabal se puede leer cuando toca, a flor de piel. Tras la tercera toma, con los micrófonos confundiéndose con los crucifijos entre el aroma a incienso, suspira. "Si hay que grabar más, necesitaría comer algo... pierdo más de dos mil neuronas por pieza". La complejidad de la pieza le exige -tresillos, cuatrillos, quintillos...- concentrar cada mano en discursos independientes, trazando un juego que "a nivel polirrítmico es difícil".
Oyarzabal, Illarramendi y Olea se embarcan en una conversación sobre la plasticidad de las neuronas. "Si mueren no las recuperas", asegura el teclista, al que el compositor anima a "excitar la pieza". "¿Te provoca, como dicen en Colombia?", pregunta Illarramendi. Y Oyarzabal salta de nuevo a su asiento. La arenga es la que le ha servido finalmente como alimento.
No de sus Padrinos, pero algo hay de Coppola en el napalm de sonido -Apocalipsis Now- que vuela por el templo. Algo de Coppola o de Terence Fisher, claro, porque parece que se esté hundiendo la casa Usher o pululen máscaras de muerte roja. Los presentes no pueden dejar de sucumbir a la tentación de meterse entre los tubos del órgano, a pesar de la recomendación de Oyarzabal. "Te quedas sordo", asegura. Olea pone el título. "Atentado en Dolby".
Hay en el aire esa camaradería de proyecto que huele a the end interno, ese que conecta con los créditos que comienza a leer el espectador. Pero Olea trata de que no sólo se dé ese clima en los últimos metros de bobina, sino a lo largo de todo el rollo, desde "las cinco semanas muy duras de rodaje" hasta la última decisión del montador. "Es que si ruedas mal la película queda mal; lo mejor es disfrutar", propone.
El director bilbaíno lo ha hecho con un equipo mayoritariamente vasco, con el que coincidió en muchos casos para Bandera negra o Akelarre. "Soy menos alto que Mola, pero lo haré", le aseguró el actor principal, un Manuel Morón -lo recordarán como el padre de El Bola- al que califica de "genio". A los Jorge Sanz y Javier Albalá de Morirás en Chafarinas "les he ascendido de soldados a comandantes", y un buen puñado de clásicos con label le acompañan, desde Alex Angulo y Txema Blasco a un Gorka Aginagalde que ha sido "un descubrimiento". Redescubrir a Mola desde las conspiraciones de despacho, y "hacerlo con ritmo", es "el desafío". Mola no molaba nada, pero ya tiene gramola para su peli.