Es la crisis una palabra que se va ganando poco a poco una página completa de acepciones en el diccionario. Entre sus sinónimos, debería incluirse, además, el concepto de excusa, ya que con su escoba barre en ocasiones más territorio del que legitima su acotación. Sufre sus efectos, como los sufren todos, el ámbito cultural que ocupan los festivales, pero, a la par, sus totems, esos que han traspasado la frontera de lo cuestionable debido a sus éxitos y su caracter referencial, se saben ya asegurados.
Al menos desde el servicio cultural municipal, en estos primeros meses de legislatura, se han ratificado por activa y por pasiva las ayudas comprometidas año a año a los encuentros clásicos, a los asentados en la ciudad. Azkena Rock Festival, Periscopio, Magialdia, Festival de Jazz... Todos ellos cuenta con la partida económica para jugar a su vez nuevas partidas en forma de ediciones, ratificando su presencia y el trabajo que año a año desarrollan sus equipos organizadores.
Nada que que objetar. Otro aplauso para los que llevan sumando año a año estos encuentros incuestionables en la actividad anual, los que, como gusta a los representantes institucionales, sitúan a la ciudad en el mapa. Pero, ¿qué es de los festivales pequeños, de esos que acaban de nacer? Todavía no ha dado tiempo a situarlos, no en el mapa, sino en el calendario, a preguntarse por ellos cuando llegan las fechas. Mucho antes, otros nacieron y murieron en pionera apuesta. Ya apenas recordamos sus nombres.
En este último curso han partido muchas ilusiones. El pasado octubre arrancaban dos relacionadas con la música en formas diversas, un Muak! que congregaba diversas manifestaciones -conciertos, bertso o proyecciones, entre otras- de la mano de Kultura Live, con una semana de duración, y un Bernaola Festival que fundió durante otras dos música antigua y contemporánea.
En diciembre partió otro proyecto largo dedicado a las artes escénicas, el del primer Circuito de Teatro Amateur, con decenas de propuestas desarrolladas por compañías que unían ilusión y energía. Fue en marzo cuando la del festival Oreka, entre lo formativo y el espectáculo, acercó hasta Gasteiz la expresión de la danza urbana. En julio, ese baile retornó a los años cincuenta de la mano del Lindy hop, que pobló las calles de la mano de Gastroswing, y en julio se gestó un doblete bien diverso, el que conformaban el festival Intacto, dedicado a la escena más rompedora, y el de DKastle, macroencuentro con la música electrónica en sus más diversas afluencias.
Eso en un repaso somero de una temporada cualquiera -seguro que quedan protagonistas en el tintero-, porque siempre hay mentes abiertas y dispuestas a convertir sus pasiones en encuentro, a trasladar aquello que les mueve hasta el ciudadano para tratar de compartir lo que ellos han experimentado. Para tratar de abrirlo al resto, y sociabilizar así nuevas formas.
¿No merecen ellos asegurar su nueva apuesta? No les avalan desde luego, las trayectorias. Imposible. Es como esa vieja -y real- ironía del joven que no es contratado por no avalar una experiencia que le impiden, claro, desarrollar. Y, sin embargo, las apuestas de estos festivales son tan válidas, exigentes y coherentes como las de esos encuentros que llevan años saliendo adelante con el apoyo institucional.
Hay alguno de esos gigantes que ofrece rendimientos económicos. Otros no. Ya se sabe que en la cultura no todo es caja, y, por ello, la excusa de la rentabilidad no es siempre satisfactoria en los labios de las instituciones. Su labor es discernir aquello que añade y ofrece algo a la ciudad, e impulsar con su soplo esas velas que en muchas ocasiones necesitan al menos de esa voluntad para izarse con la fuerza necesaria. Con seguridad.
Todo tiene principio y final. Habrá un día en que los grandes festivales -lo veamos o no- dejarán de existir. Mientras, otros seguirán naciendo. Porque la ilusión es pendular. Siempre se renueva. La responsabilidad de la institución es no dejar de prestarle atención. Mirar su esencia más allá de cualquier excusa.