Vitoria. Hay quien pide a quienes viajan a orillas de playas y omnipotentes desiertos que la enfrasquen. Quien adora encontrarla al fondo de las mochilas como testimonio de remotos lugares, quien la cuenta como tiempo. Para Katrin Weibensee es su compañera de vida, la traductora de sus inquietudes, la huella de su arte.
La magia es casi siempre juego de manos. Por eso los dos testimonios que abrieron ayer la chistera de Magialdia hablaron con ellas hasta la extenuación aunque, más que magia, el festival jugó su carta de ilusionismo. Una carta artística, como la que cada año se dibuja un poco más adelante, en el epílogo del encuentro más longevo del Estado.
Pocas arenas pueden imaginarse en la estereotípica imagen de Suiza, más poblada de Alpes, cucos -alados y financieros- y demás familia neutral centroeuropea. Y, sin embargo, la amanuense helvética domina los granos con el hábito de surfero que las acaricia mientras otea las olas. Parcialmente aislada en un cubículo para evitar cualquier inclemencia que los tornara dunas, sumergió poco después de las nueve su concentración en el breve oasis y regaló cuadros con vocación de cómic, piezas que no se desvelaban del todo, como una historia, hasta la línea final.
Como el agricultor que vuelca su semilla, Katrin fue dejando germinar su espectáculo partiendo de un breve paisaje, tan efímero que al poco tiempo se convertía en enamorado lanzando besos a su musa. El objeto de deseo, un instante después, se convertía en reflejo de un espejo infinito, continuando el relato hecho de relatos invocando una continua espiral de perspectivas, volúmenes y versos.
Acabó el fugaz monzón de arena con una clásica estampa, a lo Manhattan de Woody Allen, con río y skyline de fondo, convertidas lo que en un principio parecían llamas de incendio en dos idílicas palmeras. A dos manos escribió el mensaje de despedida, con el Somewhere over the rainbow narrado por un ukelele y un Magialdia, let's have a good night escrito con tinta de su tintero preferido, llevándose una gran salva de aplausos ansiosos de beste bat.
El reloj de arena estaba equivocado. No equilibró las dos actuaciones de la noche, aunque a buen seguro fue por cuestiones de caché y requisitos de espectáculo. El caso es que la mayoría del público que se acercó hasta la inauguración del festival en la plaza de la Virgen Blanca hubiera preferido una distribución inversa de los baremos, en lugar de los cuarenta y cinco minutos de -gran- telonero y los quince de -más grande- cabeza de cartel.
Antes del -íntimo- huracán Katrin, Monsieur Sigrid se puso la magia por montera y el helio por aliento. La globoflexia coge en sus manos algo más que categoría de especialidad, logrando esculpir en plástico auténticas arquitecturas de la sombrerería hinchada. También hubo aplausos para él, para su calidad, aunque no hacía falta. Él mismo se encargaba de bautizarse con confeti tras cada nuevo logro, recordando al siempre divertido Magic Andreu y sus automedallas.
Nada que objetar al que convirtió plástico arrugado en objetos, en complementos con los que simples viandantes podrían haberse colado sin entrada en el Gran National sin necesidad de apostar a ningún caballo. Carmen Miranda lo hubiera escogido también, sin dudarlo un instante, como asesor.
A ritmo endiablado, el artista -esto tampoco era magia- galo elaboró toda suerte de formas y colores, iluminación insertada incluida, convocando un asombro que quizás se fue diluyendo con el tiempo. Nadie puede cuestionar su arte pero, a pesar de su celeridad, el espectador gasteiztarra, acostumbrado a las emociones fuertes y continuas, a la mejor magia del mundo, enseguida quiere más, y la sucesión, aún buena, en cierto momento se mostraba más digna de museo que de directo.
Acabó la primera de abono urbano en la capital alavesa, tras una tarde en la que los niños conquistaron la plaza en la enorme carpa roja que les dedica este año el festival. Quedan muchos naipes por jugar, muchos escenarios por conquistar, muchas bocas que abrir a lo largo de los siete días en los que el truco está permitido a pie de baldosa. Está permitido y es, incluso, de uso obligatorio.
El espectáculo inaugural arrancó en ese instante que, a pesar de repetirse a diario, remite siempre a la magia. El día dejaba paso a la noche entre volúmenes intangibles y arenas de ensueño. Magialdia siempre empieza con arte. Leyendo en la mano un futuro que ya es presente.