Dirección: Marcus Nispel Intérpretes: Jason Momoa, Ron Perlman, Stephen Lang, Rachel Nichols, Rose McGowan, Saïd Taghmaoui y Steve O'Donnell Nacionalidad: Estados Unidos. 2011 Duración: 117 minutos.

Marcus Nispel, es el enésimo cineasta alemán enrolado para el cine de acción en el imperio americano. Uno más en una interminable lista que anda pidiendo desde hace algún tiempo una reflexión que establezca qué relación existe entre tanto cineasta germano acogido en Hollywood y ese estado de permanente hibernación que sufre la industria germana. Lejos quedan los años en los que Alemania, de la mano de Fassbinder, Herzog, Schlöndorf, Wenders y compañía daba noticias de ser un país renacido de entre las ruinas. Y perdida en el tiempo queda la época en que Berlín era cinematográficamente más poderosa que Los Ángeles, París y Nueva York.

Pero ésta es una cuestión resbaladiza que no nos corresponde resolver en la hora de este decepcionante Conan en el que Jason Momoa recoge el testigo de Arnold Schwarzenegger. Lo tenía fácil. Cuando el actor austríaco encarnó a Conan, su capacidad interpretativa alcanzaba la expresividad de un saco. Ahora bien, aquel Schwarzenegger neófito poseía una mirada ingenua y una paciencia infinita. Fue suficiente. Con escaso respeto por el espíritu del personaje creado por Robert Ervin Howard, sus dos Conan se convirtieron en obras de culto en un tiempo de baja cultura y pocos cultos.

Ahora, en pleno diluvio de superhéroes llevados al cine, le corresponde a Marcus Nispel el discutible honor de cargar con la responsabilidad de haber dirigido la propuesta más errática y barriobajera de todas. Su Conan sirve para dar brillo al barniz camp de Capitán América y para revalorizar el delirio hamletiano de Thor o las derivas metafísicas de Linterna Verde. No hablamos de Batman, ni de los X-Men ni del Spiderman de quien ya nos aguarda una nueva entrega, un volver a empezar en un bucle que comienza a ser cansino. Aquí no hay noticias de la vitalidad y el ingenio de los Christopher Nolan, Sam Raimi y Bryan Singer. Al lado de todos ellos, y con el recuerdo de las incursiones que Schwarzenegger hizo con John Milius y Richard Fleischer, Nispel pesa muy poco.

Un Nispel de quien cabe citar su incursión en el universo de Mary Shelley con un Frankenstein producido por Scorsese de agridulce sabor y total desvergüenza. Su episodio piloto para una serie de televisión tomaba el nombre de Frankenstein en vano para idear una pastiche de escaso respeto y ninguna gracia. Especializado en (mal)tratar textos reconocibles, copista mercenario sin capacidad para la sorpresa, repite en Conan su ideario sin ideas. Al margen del 3D -impresiona ver cómo se desmorona el invento de Avatar cuyo futuro no está en el cine sino en los videojuegos-, Nispel sabe que su Conan no ha sido engendrado para hacerse cine.

En todo caso, su Conan hereda algunos de los excesos gore que Nispel tuvo ocasión de practicar en su remake de La matanza de Texas y lo mezcla con un ir y venir sin nada qué contar y con poco qué decir.

Con un tono cruel y gratuito, este Conan avanza como si de un juego interactivo se tratase. Salta de nivel en nivel pero el mando no lo tiene el espectador y probablemente tampoco su director. La secuencia de los hombres de arena resulta en ese crescendo modélica. Pero no hay continuidad. Este Conan no habla, gruñe. Sus enemigos parecen salir de un filme de los años 40, mezcla de una estética ciberpunk en una escenografía de cartón-piedra y retoque digital. Sin noticias del espíritu del bárbaro más ilustre, sin posibilidad de experimentar el estremecimiento que surge cuando la magia negra choca con la espada de hielo y fuego, Nispel levanta un constructo indigesto de ruidos visuales y fotogramas ruidosos. Furia sin poesía; héroe sin destino.