EL despliegue mediático suscitado por el cierre y reconversión de El Bulli ha hecho que pasase desapercibido el de una de las más queridas y prestigiosas casas madrileñas: Príncipe de Viana, inaugurada en 1963, ha cerrado sus puertas, víctima de la crisis.

Fue el primer local madrileño de Jesús María Oyarbide y Chelo Apalategui, que diez años después abrirían Zalacaín, que, aunque a muchos se les haya olvidado, fue el primer restaurante español que lució las ansiadísimas tres estrellas de la Guía Michelin.

Príncipe de Viana fue algo así como el contrapunto a otros locales míticos del Madrid de la época, como Jockey o Horcher. Y es que mientras en estos dos grandes se practicaba una cocina de las llamadas "internacional", con fuertes influencias de la alta cocina francesa y de la mejor cocina alemana y austriaca del Imperio, Príncipe, como llamaban a esta casa sus fieles amigos, apostó desde el principio por una cocina de raíces muy españolas y muy populares, por una cocina básicamente vasco-navarra.

Y supo llevarla a la gloria. Para ello contó con una artista de los fogones, una cocinera excepcional: Valen Saralegui. Además, el trabajo callado y discreto de Chelo y su hermana Tere, invisible para los clientes, pero muy presente en los fogones.

La filosofía de la casa era que la cocina popular no tenía por qué ser "de taberna", sino que podía revestirse de una categoría y una elegancia similar a la de las cocinas más apreciadas y consideradas del planeta. Todo el equipo puso manos a la obra, y esa elegancia, esa categoría, fue el sello de distinción de la casa hasta que las circunstancias han hecho inevitable echar la llave definitivamente.

bienestar y felicidad En Príncipe se comía muy bien. Pero eso era, siendo muy importante, un elemento más de los que garantizaban el bienestar y la felicidad de los comensales.

Desde que cruzaban el umbral de esta casa, e incluso si me apuran desde antes, que los aparcas de Príncipe fueron siempre de una pasta especial, se sentían tratados como seres únicos y merecedores de toda consideración. Un aperitivo en la pequeña barra del piso bajo, tal vez uno de los excelentes cócteles de Tomás, preparaba ánimo y paladar.

La magnífica txistorra y las inimitables croquetas del aperitivo iban redondeando la sensación de bienestar. Luego... una cocina de sabores muy familiares, muy amigos, ejecutada a la perfección, presentada con mimo.

Una grandísima cocina, de la que seguramente era el mejor símbolo una menestra primaveral verdaderamente única. De hecho, se decía que nadie podía hablar de menestras con conocimiento de causa si no había probado la de Príncipe de Viana. Y era cierto. Menestra y más. Porque los ingredientes, por separado, constituían otro de los alicientes de la carta: aquí llegaban los mejores productos de la huerta navarra, las mejores verduras de la Ribera: espárragos, alcachofas, habitas, guisantes... ingredientes de calidad excepcional que recibían el trato perfecto en cocina. Fuera de las verduras, cómo no elogiar su magnífica versión del ajoarriero, cómo olvidar su dedicación a guisos poco menos que inencontrables en otro lugar, como la lengua de ternera con aceitunas. Quién era capaz de sustraerse a la tentación dulce de unos canutillos únicos, de un arroz con leche delicioso.

Todo ello servido por un equipo de sala que era otra de las señas de identidad de la casa, un equipo femenino, amabilísimo, eficaz, elegante sin abrumar. La cofia que lucían las camareras era, sin la menor duda, uno de los símbolos de Príncipe; la verdad, era mucho más que un simple adorno de cabeza, era algo que resumía el espíritu de la casa, donde uno se sentía tratado como siempre le gustaría ser tratado.

Iñaki y Javier Oyarbide, hijos del fallecido Jesús María y Chelo, dirigían estos últimos años Príncipe. Sus esfuerzos por mantenerlo a flote, que incluyeron la apertura en el piso de abajo del Despacho, donde comer a un precio más ajustado, acabaron por ser insuficientes. Y así el último viernes de julio se cerró por última vez, si nadie lo remedia, esta gran referencia de la cocina pública madrileña.

Que, de todos modos, iba contra corriente. Príncipe no era casa de gastrotapas, sino de las de aperitivo, primero, segundo y postre. Quiero decir que el cliente se sentía compensado por lo que pagaba, no se le suministraban raciones de uno o dos bocaditos, no se le daban tapitas de menestra, sino menestra de verdad, bien servida. Vamos, que para nada se cultivaba la comida virtual.

Y eso, en los tiempos que corren, no es rentable, por lo que se ve. El caso es que perdemos una referencia, una institución, uno de los santuarios gastronómicos que quedaban en Madrid. Estos son los cierres que dejan herido el corazón, porque somos muchos quienes hemos sido felices sentados a alguna de las mesas de este Príncipe de Viana.