tras siete días de desorden y concierto, el teclado del ordenador se asemeja a la sonrisa bicolor de un piano, entran ganas de descolgar el extintor y soplar un fraseo espumoso, y el instinto pide rescatar la escoba y pasearla como la columna vertebral de un contrabajo. Jazz por los cuatro costados es lo que supura la herida de la trigésimo quinta edición del festival. Otro buen año.

El disparo lo firma un Clint Eastwood omnipresente y omnisciente. Cuando su hijo Kyle emergió en el escenario de Mendizorroza, el listillo de turno no cejó en su empeño hasta que el contrabajista escuchó de el silbido más referencial de la más famosa cinta de Sergio Leone. "Ui-ui-uuuu". La sonrisa de circunstancias de Kyle acotaba cualquier amenaza de repetición. "Vamos, alégrame el día".

El que ha alegrado la mejor tarde del festival ha sido el bueno de esta edición, un Fred Hersch que encandiló a los afortunados que decidieron recogerse el viernes bajo las sombras del Principal. En una semana teñida de estilos vecinos al oficial -Blades, Cullum, James, Shorty-, el pianista tampoco mostró ortodoxia, sino que se rindió a la música con mayúsculas, esa que se fabrica con la incesante y mágica sucesión de teclas minúsculas. The Cincinnati Kid fue, más que nunca, El rey del juego, desde su tributo a Schumann hasta un Valentine que enamoró a todos.

No fue lo único bueno, pero sí lo mejor. Lo que encendió por completo, sin discusión y durante toda la velada, los corazones del público, dejando atrás cualquier tipo de pensamiento analítico en una única búsqueda de emociones. Pero también lo consiguieron otros fuegos muy diversos, desde la ardiente hoguera hasta la vela que ilumina los recovecos del alma. Pero al fin y al cabo Todos los fuegos el fuego, que decía el libro de Cortázar, jazzman de las letras con El perseguidor.

De lo primero, de la intensidad de hoguera primaria, se encargó sobre todo Trombone Shorty con su Orleans Avenue, en una apoteosis de funk, rock y jazz que desató los resortes más físicos del público y otorgó el momento escénico por antonomasia, cuando los seis músicos intercambiaron sus instrumentos demostrando ambivalencia, talento y pasión por lo lúdico. Para quitarse al sombrero. O, en este caso, mejor sacarse la sordina.

De lo caliente a lo cálido, del fuego interno se encargó la cita del miércoles en Mendi. Allí estaba la exquisita manera de entender el jazz de Kyle Eastwood, dispuesto a una música tan sencilla como elaborada, sin olvidar sacar, a la par, músculo de intérprete -grande al bajo eléctrico y al contrabajo- con una banda de premio. De un Oscar... Peterson, por ejemplo.

Nigel Kennedy -explosivo su batería, Krzysztof Dziedzic- regaló más calidez en su violín -aún con poco volumen-, sobre todo en pasajes clásicos donde en su arco se posaron todas las brillantes retinas del pabellón. Silencio inolvidable.

El bueno, el fuego... y el instrumento que ha traído más cola. El piano, los pianos. Dejando aparte el de Hersch, abrió el programa oficial el del incombustible Craig Adams, en una de las mejores noches gospel que se recuerdan, mezclándose con el público y abriendo camino a otro que se fundió con él, un Jamie Cullum que ya no salta tanto, habla más y sigue dando el mismo y necesario espectáculo. Segundo y precioso guiño a Clint, la íntima interpretación de Gran Torino.

Más pianos, tres de ellos del Caribe. El de Danilo Pérez, breve y suculento. El de Michel Camilo -con su insaciable percusionista Giovanni Hidalgo- se mostró como siempre talentoso, pero endogámico en sus nuevos temas. Se le añoraron éxitos más conocidos, aunque casi toda la nueva remesa sonaba a calco: un pecado, de todas formas, perdonable. El de Alfredo Rodríguez, arrasador -podría entrar en el grupo del fuego- y pelín oráculo, mandando mensajes de futura visita a Mendi desde el Principal. El de Hancock, que cerró festival con su keytar, ofreció el esperado regusto a tributo, incluyendo impagable solo slap a slap con Marcus Miller.

Lo demás, bien gracias. Porque todo artista tiene su público. José James no es ni soul, ni funk, ni hip hop, ni jazz, pero hay gente a quien ese camino light le llenó. Michael White es agradable, la visita del médico -perdón, del doctor- que el pabellón espera para reverenciar a la raíz de todo esto. Rubén Blades -pronter mediante- puso a bailar el viernes noche. ¿Y no es eso, acaso, digno de aplauso?

Otro año que se nos va. Otra acreditación para la colección. ¿Cómo será el cartel del que viene?, nos preguntamos ya. Pues, por si hay crisis -por poner una palabra poco usada- de ideas, ahí va alguna. La elegancia gala de Paris Combo, la fuerza bop de Haynes-Kikoski-Patitucci, el referencial y cercano Ximo Tebar. Y, si hay que combinar estilos, hay más horizontes que el de la recurrente mirada latina a salsas y bossas. ¿Por qué no apostar por la fuerza rítmica de Breakestra, el bluefunk de Keziah Jones, la elegancia folk de Ben Harper o -no es broma- Eddie Vedder y su ukelele? Y quitar más de un día las sillas de la zona de abono, que a veces se olvida que el jazz germinó bailado, entre humo y licor, en los locales de Louisiana, y ese don genético puede ser recuperado, como su espíritu swing a menudo olvidado.

Y, para las habituales repeticiones, por qué no recuperar a algunos que ya quedan lejos en el calendario como el frontman Kurt Elling, los festivos Medesky, Martin & Wood, la fresca brisa de la Mingus Big Band, Dave Holland, Esperanza Spalding... Músicos que nunca defraudan. Que viven cada vez que pisan un escenario. Cada vez que suena el disparo.