la crítica se dirige siempre hacia el escenario. Por lo de emisor y receptor. Pero no hay altavoz capaz de detonar los muros del que no escucha, así que es conveniente tener en cuenta el equilibrio. ¿Todo reside en el artista? Pues habrá que decir que, aunque el espectador es el que paga -siempre el dinero, marcando relaciones- esto es cuestión de dos balanzas. La billetera no otorga el mazo omnipotente.

Lo dijo muy bien Santi Ibarretxe en una de sus sesiones en el Molly Malone. "Callaros, hijos de puta". El frontman más divertido allende fronteras mezcla siempre ironía y realidad -entre broma y broma, la verdad asoma- en su condición de juglar congénito. Lleva toda la razón. No se puede estar en primera fila de concierto y hablando. En misa y repicando. Y encima cuando suena el Hallelujah de Buckley, que exige máximo recogimiento. El público ni flowers. A lo suyo.

Pero así es. El público manda. Tiene esa razón, a veces irracional pero propia, que influye inevitablemente en el artista. Porque no puede existir una pantalla de frialdad entre escenario y platea, y luego estallar el enfado general cuando la música ambiente emerge negando el bis. Esto es una crono de equipo -aupa Samuel- y todos tienen que llegar a la meta juntos.

El público manda, pero es caprichoso y enseguida se deja llevar por las cosquillas. Si le tocas un poco el swing, irá contigo a cualquier lugar. Lo demostró hace muy pocas horas, en el concierto de Jamie Cullum, que ya no salta tanto como hace un lustro, pero con sus speech conquista al anglosajón que esconde Mendi. Con su mezcla de pop íntimo y show lo levantó y lo llevó a cercar -equipo de seguridad desbordado- los aledaños del escenario.

"Eres un monstruo", gritaba alguien poco antes al enfant no tan terrible del jazz británico. Y el adjetivo podía ir dirigido a la inversa. El público de Mendizorroza sí que es una bestia latente, que estalla media docena de veces por festival, pero que, a la par, cuenta también con sus rítmicas dinámicas.

Dinámica de abono no numerado: llegar con tiempo para coger sitio. Numerado: apurar. Dinámica de público general: respeto al artista, apelotonamiento de barra en el descanso, aplauso respetuoso después de cada tema, búsqueda de conocidos -propios- y famosos -mediáticos-. Hasta que, llevado por la música, olvida todas esas dinámicas y se desborda. O quizás eso también sea una dinámica y se deja desbordar.

Llevado por la música... o por el músico. Kyle Eastwood arremolinó en su sesión de firmas a un nutrido grupo de fans, que en buena parte buscaban el reflejo del aita en los rasgos del bajista. Más fotos que firmas, todo hay que decirlo. Kyle aguantó. Sabe del negocio. Nació dentro de él. Es parte de su vida.

Parte de la del público, durante una semana, es la alimentación bocatesca y la claudicación a la marca de cerveza de turno. El paseo para fumar -"ticket y entrada para volver a entrar", repite por enésima vez el portero-, la búsqueda del sitio en medio de la oscuridad -"ésta no es mi fila"-, la introspección pasajera -el jazz ayuda a pensar, tan anárquico como la mente-, la enésima reconfiguración de gluteo en las butacas más vetustas del circuito festivalero... Son parte indispensable de la mezcla, en cuya retina se cuelan este año las goteras. Llueve música.

Por ahora, el público ya se ha desbordado con Cullum, con Trombone Shorty -lo mejor hasta la fecha- o con un Nigel Kennedy que llevó a una mujer a saltarse el protocolo, cruzar setos y raíl de cámara televisiva, y agradecer al ídolo lo que le había hecho sentir. El del Aston Villa, conmovido quizás, se tornó de repente en violinista de restaurante, con un incesante pupurrí. Ésa es la maravilla. La ruptura del protocolo. Que las escaleras derramen, insólitas, cascadas de público. Que los abonados no numerados dejen estallar de repente su interior. Hasta los pitos son buenos. En Mendi se añora la queja, la protesta, el abucheo. Que el público se sienta vivo y con derecho a opinar. A juzgar... pero también a ser juzgado.

Al público le gusta el in crescendo. Ir llenando poco a poco el pabellón según camina hacia el fin de semana. Ir despertando durante cada jornada, desde el silencio solemne del Principal hasta la fiesta de los bares, pasando por el armonioso ambiente que cada mediodía se respira en Montehermoso. Pero ambiente no es boicotear el Hallelujah, sino corearlo, aplaudirlo y bailar el siguiente boogaloo. El público manda, claro. El dominio es público. Y, como es así, tiene el poder y -mentemos a Spiderman- por eso también recae en él la responsabilidad de buena parte del éxito de un festival.

Ningún público necesita un regidor que le ordene. Pero debe despertar su pasión. Tiene que aplaudir si lo siente, porque lo siente, cuando lo siente. Pedir más. Exigirlo con esa razón que surge de la emoción. Decía Einstein que cuando eres joven el pensamiento se vuelve amor y, con el paso de los años, el amor se vuelve pensamiento. Pero el público es colectivo. No debe dejarse llevar por lastres individuales. Cada vez que comienza a ejercer, es la primera.