Vitoria. Un riff de guitarra es una línea melódica corta y pegadiza, que constituye una especie de núcleo sobre el que gravita toda una canción. Desde que el rock es rock, un hito que se puede datar en el verano de 1954, estas píldoras sonoras, tan básicas en lo compositivo como esenciales en lo creativo, han ido escribiendo la historia de la música de la segunda mitad del siglo XX, marcando como afilados machetes a los diferentes hijos, legítimos y bastardos, de un género capaz de traer a más de 40.000 personas todos los años a una pequeña ciudad europea conocida como Vitoria de la mano del Azkena Rock Festival.
Antes de empezar a cometer injusticias, dejando históricas melodías fuera del catálogo que viene a continuación, se hace necesario profundizar un poco en la esencia del riff, de ampliar la somera descripción inicial. Basta decir que los mejores riffs nacen de la casualidad, de una mente despejada o de un momento creativo, de un error de ejecución, de la perversión hábilmente camuflada de otra melodía. Nunca del trabajo. La experiencia aporta tablas compositivas, pero un riff ha de ser necesariamente, por definición, un producto fresco.
Empecemos, pues. Antes de que Elvis Presley, Fats Domino o Little Richard pelearan por el título de rey del rock -al final ganó el blanco-, el rhythm and blues y el blues a secas ya habían dejado para la posteridad grandes riffs. John Lee Hooker, Muddy Waters y demás popularizaron líneas melódicas tomadas a su vez de la generación anterior, y de ahí hacia atrás todo es apócrifo.
Pero aquí hablamos de riffs de rock, y como ya se ha dicho, este género nació como rock and roll en el verano de 1954. Unos pocos años después Chuck Berry compuso la archiconocida entrada de Johnny B. Goode, que con sus centenares de variantes sirvió para iniciar otros tantos temas de un nuevo estilo que hacía furor.
Mientras la música negra derivaba hacia el soul y luego hacia el funk sin salir de los Estados Unidos, el rock and roll tuvo que emigrar al Reino Unido para perder el apellido y convertirse en lo que hoy es. En los primeros sesenta, multitud de adolescentes ingleses montan grupos que tratan de imitar a sus héroes americanos. La mayoría dejó la banda al empezar a trabajar y hoy seguramente disfrutan de su jubilación en la Costa del Sol, pero hace cincuenta años fueron anónimos protagonistas de la época que vio nacer a los Beatles y a los Rolling Stones.
Los primeros empiezan a incorporar armonías vocales y progresiones de acordes de tradición europea, luego vientos, loops y melodías infantiles, pero nunca se olvidaron de la guitarra eléctrica. Los cuatro chavales de Liverpool crearon tantas obras maestras, hablando sólo de riffs, desde Day Tripper o Taxman hasta la negrísima I've got a feelin', pasando por la delicada Across the universe, que los ocho años que estuvieron en activo -Bisbal lleva ya diez- parecen un milenio.
En cuanto a los Rolling Stones, si en algún campo podían competir con los Beatles era precisamente en el de los riffs. Satisfaction, Brown Sugar, Start me up o Paint in black son el producto de un grupo que se siente más heredero del blues que los Beatles y que cambia la experimentación constante por la frescura. Keith Richards componía riffs magistrales, presentes en la historia de la música con orla de letras doradas y enmarcados en corona de laurel, como si tal cosa, sin darse importancia, fiel al principio de que en la sencillez reside la genialidad, al menos en este campo del arte.
Diez años después del nacimiento del rock and roll, un joven negro aterriza en Londres de la mano de Chas Chandler, bajista de los Animals, el grupo autor del mítico riff de The house of the rising sun. El tímido joven de Seattle encandila al star system de la capital británica, compuesto por los citados Beatles y Rolling Stones, pero también por Eric Clapton, que aún no había sacado a su guitarra la inconfundible línea de Layla, o los hermanos Davies, que sí habían compuesto ya el mítico riff de You really got me.
Jimi Hendrix los dejó a todos patidifusos. Sonaba a algo completamente nuevo y se convirtió en la cabeza visible, si no en el inventor, de la psicodelia. No le atribuiremos el riff de Hey Joe porque la canción no es suya, pero sí lo son Purple Haze, Crosstown Traffic y Voodoo Child, donde quien no haya escuchado jamás a la bestia parda puede encontrar la definición de su música resumida en unos pocos minutos.
La psicodelia y el hippismo dieron grandes y legendarios riffs, pero quizá fue el paso siguiente en la historia del rock el que parió los mejores momentos. Lo que fueron los tiempos de Pericles a la Grecia antigua lo fueron los años setenta al rock, fue la época clásica. Aparecieron los Black Sabbath, auténticos maestros del riff, con su Paranoid, que según la leyenda nació a última hora y se grabó en veinte minutos, respetando así los tiempos y necesidades que exige la composición de una línea melódica legendaria. También en aquellos tiempos nació el Smoke on the water de Deep Purple, seguramente el riff más famoso de la historia y también el más fácil de ejecutar, no en vano es la primera canción que saca de oído el 98% de los guitarristas autodidactos. He aquí otra prueba, quizá la más palmaria, de que en el campo de los riffs menos es más.
Led Zeppelin es otra de esas bandas que llevó el arte de componer riffs a un estadio superior. Black Dog, Stairway to Heaven, Rock and Roll -qué gran título- y tantas y tantas canciones marcaron un antes y un después en el mundo del género.
El meollo del rock en esta época era Londres, pero en Estados Unidos las cosas seguían su propio ritmo. Nueva York, Detroit o San Francisco, The Creedence Clearwater Revival y Susie Q, o Steppenwolf y Born to be wild dejaron para la posteridad grandes himnos en forma de riff, aun compuestos en provincias y no en la capital. Todavía tardarían unos años en reconquistar el territorio que perdieron cuando los Beatles destrozaron las listas de éxitos americanas.
Hablando de periferias, en estos primeros años setenta nació en la otra punta del mundo, en Australia, un grupo formado por dos hermanos, jóvenes emigrantes escoceses, gamberros, cachondos y amantes del rythm and blues. Sus canciones son puro rock and roll, hablan de chicas y juergas y se basan musicalmente en una fórmula muy sencilla. Batería simplísima, riffs directos y solos cargados de blues y energía. Buen espacio éste para reivindicar la figura de Malcolm Young, eclipsado por el traje de colegial de su hermano, siempre en segunda fila y oculto bajo sus guedejas. Angus es el responsable de esos míticos punteos de ACDC, pero quien hace reconocible Highway to Hell, Back in Black o Beatin' Around the Bush es Malcolm.
Hasta 1977, los riffs debían ser sencillos, intuitivos, pegadizos, pero al menos los componía gente que había escuchado mucha y muy buena música. Con el punk este requisito ya no es necesario, y pese a ello nadie puede negar que Anarchy in the UK es un pedazo de tema y que los Sex Pistols también marcaron una época, como lo hicieron los Ramones y su Rock and Roll Radio. Con los Clash y su Should I Stay or Should I Go nacía la primera subvariante del punk, ese fenómeno que nació con vocación artificial y efímera y que hoy sobrevive con más o menos buena salud. Un fenómeno que en los ochenta se convirtió en altavoz de la rebeldía, el nihilismo y el desencanto. Los hippies habían dejado de ser inocentes.
Paralelamente, desde los tiempos de Black Sabbath, Judas Priest, Deep Purple y Led Zeppelin se había ido gestando un género que reventó en los ochenta. Empezaba la era del heavy metal, una época gobernada por la dama de hierro. Iron Maiden marca el lugar exacto donde el metal fue más metal, antes de dividirse en múltiples subestilos. Aces High, Run to the Hills y cualquiera de los temas clásicos de la banda de Steve Harris arranca con riffs que tienen la virtud de acelerar el pulso cardiaco.
En Estados Unidos aparecen Van Halen y su Jump o Bon Jovi, autor del bestial Raise your Hands, uno de los riffs más potentes de la historia del rock, hoy enterrado bajo dos décadas de discos edulcorados, sosos y carentes de cualquier motivación creativa perpetrados por la banda -tómese el apelativo de la manera que se quiera- de Nueva Jersey. El metal en America, en todo caso, había de evolucionar por sendas diferentes a las británicas. Pero antes hay que hacer un paréntesis para hablar de un grupo único, atemporal, uno de los estandartes de la historia del rock: los Guns and Roses.
El inconfundible riff de Sweet Child of Mine fue una broma de Slash, una melodía tontorrona compuesta en cinco minutos -de nuevo comprobamos cuál es la receta para escribir una canción genial- que arrasó en Europa y Estados Unidos en plena época del sintetizador y las producciones enlatadas.
Y eso que, en este caso, los árboles no dejan ver el bosque, lo cual no es justo. Sweet Child of Mine fue el single de un grandioso disco, Apettite for Destruction, en el que los riffs los componía Izzy Stradlin. El de Night Train, el de I Think About You o el de Mr. Brownstone, como el de You Could Be Mine, de Use Your Illusion II, son una buena muestra de la capacidad para tocar melodías cortas y potentes del guitarista de Indiana, otro grande eclipsado, en este caso, por un sombrero de copa y el señor que había siempre debajo con un Marlboro entre los labios.
Hecho el paréntesis, toca seguir la estela del metal. En Estados Unidos, el heavy siguió su propio curso, y al margen de Metallica, otro grupo que escribe con letras doradas en la historia de la música, con grandes riffs como el de Enter Sandman o el de Unforgiven, o el de Seek and Destroy y tantos otros, se produjo una evolución.
La melodía perdía peso, la distorsión se derivaba más al acorde que a la tonadilla, algunas subvariantes del heavy convergían con algunas subvariantes del punk. Saltaron a la fama grupos como Bad Religion, nació el grunge. Kurt Cobain compuso el genial y de nuevo simplísimo Smell like teen spirit -otro clásico entre los neonatos de la seis cuerdas- y se suicidaba, mediatizando a todo un movimiento que hoy, veinte años después, es más reconocido por los que se quedaron que por los que se fueron de forma salvaje y grandilocuente. Eddie Vedder, por ejemplo, puede dar fe de ello.
A partir de mediados de los noventa se hace un tanto osado hablar de riffs míticos, pues el tiempo aún no ha dejado poso suficiente como para distinguir el polvo de la paja. De hecho, hubo muchos grupos vocales, pianistas de jazz y orquestas que, una vez pasado el verano de 1954, respiraron tranquilos, convencidos de que el año siguiente sus temas volverían a llevar la voz cantante en las radios americanas.