Todo el mundo cumple con su papel. Los que quieren comprar algo, lo compran. Los que sólo buscan matar el tiempo, lo asesinan. Los que no tienen ningún interés, pasan de largo. Pocas veces se improvisa en la feria del libro antiguo. Las líneas están hace largo tiempo escritas. Y, generalmente, más que leídas.
Sucede como en las autobiografías de escritores que recopila Tino, que se estrena este año al frente de uno de los stands. En ellas se desentraña cuánto de realidad/verdad hay en cada autor, cuánta persona se ha colado en las páginas como personaje. Aunque "persona en griego", recuerda Tino, "significa careta".
El mismo Tino tiene algo de inevitable personaje. Tino Vetusta, le llaman. Y no es su apellido, sino el nombre de su librería, que se ha apropiado de él. Desde ese rincón, en la céntrica calle de La Merced, llegan los miles de libros que ocupan el primero de los puestos, si el peatón se acerca desde la calle Independencia. Viajan sin cajas, protegidos por mantas, apilados en la furgoneta. "Puede parecer sorprendente", asegura Tino. Pero la impecable presencia de los volúmenes ratifica que el sistema funciona.
En ello también tendrá que ver que sus libros no viajan mucho. Al margen de su clásica salida a la feria de Salamanca o la progresiva costumbre de participar en las de A Coruña y Pamplona, Tino apenas abandona su refugio asturiano. "He venido por invitación de Txema", explica, "para tentar un poco a la suerte y también para conocer la ciudad un poco más a fondo".
Por ahora, le ha sorprendido un detalle: en Gasteiz no hay tiendas de antigüedades. Le gusta volver a casa con viandas de sus desplazamientos, y por ahora sólo ha podido hacerse con un libro sobre Bryce Echenique para su colección de retratos sobre escritores. "A veces llevo más de lo que traigo", bromea.
Y es que, además de vender, es frecuente ver a los libreros intercambiando piezas entre ellos, haciéndose mutuos encargos, siguiendo la pista de unas ansiadas guardas, pidiéndose cambios de cincuenta... Durante dos semanas, dibujan una pequeña comunidad efímera que a menudo va in crescendo, porque más allá de informaciones y anuncios, es el boca a boca el que atrae poco a poco a los compradores.
Clientes que apuntan y luego disparan. Que son capaces de preguntar hasta diez veces -tantas como stands- por un volumen que quizás jamás encuentren. Clientes que se ven obligados a regatear porque, tras dar un par de pasos, ya apenas les queda cash en la cartera y no quieren quedarse sin el libro que les ha guiñado el lomo. "Te dejo diez euros, pero me lo reservas, ¿eh?".
No hace falta, sin embargo, reservar clásicos entre los clásicos. Siempre habrá un perfume de Suskind, un mártir de Unamuno, un ojo del culo de Quevedo o un castigado crimen de Dostoyevsky. Los hits viajan sí o sí, entre revistas, carteles y cómics. Tienen pase vip entre los apartados de humor, clásicos, medicina o religión. Porque en una feria del libro viejo se resume todo. Todos los vericuetos de la vida, contados de infinitas maneras.
Las mesas se ofrecen con novelas del último siglo, en ediciones que suenan a algunas décadas atrás o que pueden encontrarse, tal cual, en la librería de la vuelta de la esquina. Más allá, las ediciones para coleccionistas, esos libros que parecen perdidos sin una decimonónica librería que los acoja. Poco a poco, según va hablando, Tino es más persona que careta, aunque el griego diga que son la misma cosa. Las máscaras caen. Los libros esperan. Las opiniones payasescas de Böll o los sureños mares de Vázquez Montalbán. Todos menos Un trago antes de la guerra, de Dennis Lehane. Ése no lo busquen. El periodista también se ha quitado su careta. Es de los que compran siempre. Y todo el mundo cumple con su papel.