Vitoria. Hay algo de deuda pendiente. Y no es que Gustavo de Maeztu (1887-1947) viviera siempre al límite de las cuentas, que también. Es que en esa dicotomía bohemia/bonhomía, tan pronto como dilapidaba -con gusto- el sueldo de un cuadro invitando a sus amigos, el pintor gasteiztarra se proponía impulsar proyectos como el de, por qué no, un museo de arte para Álava. Junto a Díaz de Olano o Amárica, apostó por una pinacoteca que hasta el 4 de septiembre le dedica una retrospectiva.
La colección de 35 lienzos llega desde Estella, su último hogar. Todo acabó en tierras navarras, donde se erige su museo homónimo, pero empezó en una Vitoria de finales del XIX en la que una adinerada familia no intuye que se aguarán sus cultivos de azúcar en Cuba. "No vivió las mieles de la riqueza porque fue el último en nacer", apunta el comisario de la muestra, Gregorio Díaz Ereño. Sí lo hicieron sus hermanos Ángela y Ramiro, que siempre le hizo sombra nominal con sus escritos. Siempre fue el hermano de, aunque "también siente una gran inquietud por el ámbito de la literatura", reflejada, por ejemplo en la voluntad narrativa de sus trípticos.
No se queda entre Gasteiz y Lizarra el pincel de Gustavo de Maeztu. En Bilbao entra en contacto con los ambientes -en todas sus acepciones- pictóricos y de la mano de colegas como Lekuona, Losada o Arrúe, comienza a pintar esas mujeres que pueblan la primera sala de la retrospectiva, majas, musas y malabaristas que alternan "desde una vertiente un poco más racial a otra un poco más cosmopolita y nocturna", explica Díaz Ereño.
Los retratos familiares -incluido autorretrato- pueblan otro rincón de la segunda planta del Bellas Artes y su madre, Juana Whitney, parece explicar un segundo capítulo de la vida de Gustavo de Maeztu, el que le abre su vida en Londres, en París, en Amsterdam, en Barcelona, donde entre los visitantes que se acercan a una de sus muestras está un tal Pablo Picasso.
Su amigo Fernando de Amárica será el que le visite más adelante, en persona, en su buscado exilio de Estella, tras rescatar sus trabajos de un Bilbao asediado por la guerra civil y establecer su caballete en busca de otra de sus pasiones, el paisaje. El "for London, for Estella" que dejó escrito habla bien a las claras la personalidad ajena a estereotipos de un artista conquistado por un estilo que "en los años 20 queda pasado de moda con la vanguardia".
Rápido, proclive al trazo nocturno -tras gozar del día-, prolífico y siempre arraigado en un dibujo previo del lienzo, Maeztu gesta en 1928 su exposición más ambiciosa, en la Escuela de Artes y Oficios. Y entre el arte y el oficio, uno de los críticos claves de la época, pone la pluma en la llaga definiendo su trabajo como precipitado. "Pero no era así, sino que era un pintor simbolista más que de realidades anatómicas".
Cada uno puede sacar sus propias conclusiones acercándose a la muestra del Bellas Artes, cruzándose de camino con el costumbrismo de Arrúe, con El rezo del Angelus de Díaz de Olano, con la tan diferente pincelada de su amigo Amárica, que le devolverá desde mañana visita en el museo de Lizarra.
La diputada de Cultura, Malentxo Arruabarrena, parece reivindicar su pasión literaria al hacer suyas palabras del pequeño de los Maeztu, siempre en pos de su "aventura interior", con pinceles "cómplices de mi pasión por la vida", buscando "huellas de hombres, mujeres y paisajes". Como su Eva, a la que recuperó tras venderla, acaba incluso poniéndose germinal. "Si mi pintura os acerca más a la vida, habré cumplido mi propósito". Gustavo se cobra la deuda pendiente. Seguro que se va de copas con sus vecinos de museo para celebrarlo.