Dirección y guión: Joel Coen y Ethan Coen ; basados en la novela de Charles Portis. Intérpretes: Jeff Bridges, Matt Damon, Josh Brolin, Barry Pepper y Hailee Steinfeld. Nacionalidad: EEUU 2010. Duración: 108 minutos.

Cuando en los minutos finales de Valor de ley se escucha el cántico religioso de origen protestante que presidía La noche del cazador, se desata una elipsis extraña que corre el riesgo de ser tomada como una incoherencia. Y es que en el desenlace de la que sin duda es una de las mejores películas de los Coen, hay algunas zonas inexplicadas, algunos (re)pliegues que podrían ser tomados como caprichos o deslices cuando obedecen justamente a lo contrario, a una voluntad significadora que abre nuevas perspectivas al contenido de un relato que se siente angular. En ese desenlace de tirabuzones cronológicos, los Coen concluyen su historia con dos evocaciones que se funden y confunden. La primera corresponde a la muerte del personaje que interpreta Jeff Brigdes; la segunda a la ausencia teñida de incertidumbre del personaje de Matt Damon. Es el recuerdo final, el epitafio a los dos compañeros implacables que acompañaron a una niña huérfana en la caza del asesino de su padre. Es una evocación emocionada realizada por esa niña convertida en su madurez en una mujer sola aferrada a esas ausencias masculinas. ¿Cubre eso el precio de la venganza?

La médula espinal de Valor de ley sabe del fascinante poder sugeridor de la Biblia. Con una cita de los Proverbios, "Huye el impío sin que nadie le persiga", se inaugura lo que debe entenderse como un remake, como un hacer de nuevo en el sentido más noble del término, el filme con el que John Wayne ganó su único Óscar. En ese (re)construir, los Coen acuden al origen, a la novela de Charles Portis, para bucear en sus entrañas y recalar en los fundamentos del cine clásico. De ahí que acudan a las palabras del padre del western, John Ford. Y de ahí que en Valor de ley la sombra de El hombre que mató a Liberty Valance sea tan notoria. Como se sabe, Ford inscribió en la historia del asesino de Valance, su célebre reflexión sobre la historia y la leyenda. Por eso mismo, en Valor de ley, los Coen vuelven a las fuentes primigenias donde se forjan los mitos, a la fábula. Ése es el tono bajo el que se representa la historia de Portis, la odisea de una huérfana en pos de un asesino con la única finalidad de acabar con su vida como un acto de justicia. La cuestión terrible que deja sin aliento al espectador de este filme es la de (de)mostrar la impotencia del ser humano para reparar la sangre inocente derramada. La pena capital no devuelve la vida robada y esa suerte de venganza justiciera, ese ojo por ojo, jamás sale gratis y reconforta muy poco.

Mucho se está escribiendo estos días en torno a la nueva emergencia del western como salvaguarda del relato simbólico, como asidero moral que recupere la esencia del héroe en tiempos de psicópatas. No olvidemos que incluso los superhéroes de la Marvel aparecen como figuras desequilibradas en el Hollywood de nuestros días. Probablemente algo de verdad hay en ello, pero como acontece con los géneros, este western es mucho más que una acumulación de clichés acuñados al servicio de arquetipos tipificados. Los Coen se experimentan con sus obras y desde ese cambio en el parche del ojo tuerto que separa a Bridges de Wayne, a la sustancial transformación a la hora de concebir las secuencias en forma de capítulos autoconclusivos, rotundos y brillantes, todo proclama su autoría. Y todo en esta obra se antoja inagotable. De ahí que Valor de ley aparezca como una suerte de cine inmenso, divertido y desazonador. Un cuento moral que es referencia obligada antes casi de haberse estrenado. Hay en él memoria de cine como se ha dicho, pero memoria viva que cultiva la esperanza de creer que en los grandes relatos siempre hay algo merecedor de ser saboreado.