Vitoria. La vigesimoquinta edición del Goya, la que preludiaba tormenta, la que amaneció atravesada por una brecha que acabó con la dimisión del presidente de la Academia y máximo candidato a ganar los premios de este año, Álex de la Iglesia, se contuvo. O sea, tuvo contención. De manera que, salvo por el descerebrado con barretina que saltó al escenario, el toque de color en el exterior de las caretas de Vendetta y el roce sin goce entre el presidente que se iba y la ministra que permanece, todo se mantuvo en los límites de lo políticamente correcto. La realización de la ceremonia por parte de Televisión Española fue planificada con conocimiento del medio y muy atenta al gesto. No dio puntada sin hilo ni plano sin intención. La mirada sostenida de Icíar Bollaín, el rictus paralizado de la boca de Álex de la Iglesia, la mueca descreída de Rodrigo Cortés y la felicidad exultante de Agustí Villaronga salpicaban un ritmo de planos-contraplanos de alta tensión en los que Buenafuente repitió la puesta en escena del año anterior, aunque con menos alegría, con menos ritmo. Sabía que navegaba en aguas turbias y que la noche no daba para bromas. No las hubo. La cuestión es que al final, en la cosecha de 2010, las cuatro favoritas forjaban un reflejo fidedigno del actual estado del cine español. Ese al que se le acosa por perder espectadores y al que le arrojan piedras quienes casi nunca van a verlo. Pero, en síntesis, podríamos decir que esos cuatro jinetes del cine español representaban cada uno de ellos cuatro formas significativas de concebir el relato fílmico.

Bollaín ejemplifica el del cine didáctico, el que entiende el arte cinematográfico no como un lujo, sino como un arma de futuro empuñada desde el compromiso y el rigor al servicio de las buenas causas.

El cine de De la Iglesia, proviene de la pasión, es el cine del freakismo, del exceso, de la carcajada, del chirrido y del esperpento.

El de Villaronga es el cine de un maldito, el de un autor empeñado en un cine extremo, singular, hiriente y oscuro.

Y, finalmente, a Cortés, el más joven de todos ellos, le queda la bandera del cine sin fronteras, el que se rueda en inglés y en el que apenas resultan perceptibles las señas de identidad de un origen geográfico.

en catalán De los cuatro, ya lo saben: la Academia decidió premiar al maldito. A un filme que amanece con un mazazo criminal, espeluznante y que concluye con un parricidio simbólico. Pa negre, ambientada en los estertores de la Guerra Civil, rodada íntegramente en catalán y filme que Buenafuente afirmó no haber visto, se impuso al pulso entre el presidente y la vicepresidenta en un año de notable calidad profesional y de muchos titubeos artísticos.

El año de la guerra de Internet, fue significativo el homenaje a Mario Camus, un superviviente que se hizo grande en el oficio dirigiendo musicales para Sara Montiel y Raphael, para luego echarse a las espaldas el cine de la transición con La colmena y Los santos inocentes.

Alex de la Iglesia, de cuyo comportamiento no acaban de saberse del todo las verdaderas razones, lo dijo con su discurso de despedida de algún modo. La vigesimoquinta edición fue alumbrada en medio de la crisis, o sea lo que separa y ante lo que se debe decidir. Dicho de otro modo, lo que reclama la necesidad de un cambio.

¿estancados? Sin embargo, el escaparate que en esta ceremonia algo confusa y siempre maniatada se vio sólo permite intuir algunas sombras, prever algunos caminos nuevos y rastrear los últimos estertores de quienes hasta ahora han movido sus hilos. Tenemos mejores actores que nunca, mejores técnicos, mejores medios, sabemos más... Y sin embargo, da la impresión de que ese cine español cada vez cuenta menos. Basta con ir a Cannes, a Venecia, a Berlín, a Toronto,... para observar que existe una crisis a la que el Goya por sí solo no puede poner remedio.

Lo dijo su presidente, y eso sí entona una verdadera balada triste: hay que recuperar al público.

Por ejemplo, a golpe de emoción verdadera como la que despertaron algunos premiados y con ráfagas de talento, como el que demostraron en sus intervenciones las actrices y los actores invitados.

Lo mejor de todo, es que Villaronga, el cineasta del que todavía no se ha superado su Tras el cristal, vio recompensada la coherencia de permanecer fiel a uno mismo.