MADRID. Esa Europa de la segunda mitad del siglo XX quedaba, entonces, sin sus grandes analistas, sin los espeleólogos de unas realidades que merecían un testigo a pie de calle, pero también un viaje profundo a un sentir que fluctuaba entre la supervivencia y la resaca de numerosos traumas históricos.

Monicelli fue el último en desaparecer y lo hizo el 29 de noviembre con toda una declaración de inconformismo: se suicidó a los 95 años en el hospital romano de San Giovanni, donde era tratado de un cáncer terminal de próstata.

El humor dinámico y sardónico de títulos como "La gran guerra" daba así un giro de guion hacia la amargura que siempre desprendió su cine, e Italia se vistió de luto por la pérdida de un talento que no forjó un prestigio tan exquisito como el de Visconti, Fellini o Antonioni porque prefirió hablar en lenguaje del pueblo, buscar en él una risa entre la crítica al caos y la apología de lo espontáneo.

Era, en cierta manera, el equivalente a Luis García Berlanga, cuya vida se apagó el 13 de noviembre, después de haber definido como nadie las luces y las sombras, pero siempre con gracia y sin victimismos, de la sociedad española durante la dictadura de Francisco Franco y su entrada en la democracia.

Autor queridísimo por el público, creador de ese "universo berlanguiano", traspasó las fronteras con "Bienvenido Mr. Marshall", rodó con el intérprete británico Edmund Gwenn "Calabuch" o con el monstruo del cine francés Michel Piccoli "Tamaño natural".

Exploró también el incipiente erotismo durante la Transición democrática y regaló un puñado de obras maestras que lo convirtieron, junto a Luis Buñuel y Pedro Almodóvar, en el tercer as de la cinematografía estatal.

Su fallecimiento, a los 89 años, sucedía además pocos meses después del de un actor fundamental de su filmografía: Manuel Alexandre, pieza esencial de sus retratos corales, parlanchines y vitalistas de una España aislada y reprimida, que tenía en la farsa su acto de contrición.

Pero la cinematografía que se ha quedado doblemente huérfana en este 2010 ha sido la francesa. En concreto, el movimiento de la "nouvelle vague", el más relevante de cuantos ha vivido el séptimo arte en el país galo, ha perdido a dos de sus maestros fundadores: Eric Rohmer y Claude Chabrol.

Ambos, curtidos en la crítica cinematográfica de "Cahiers du Cinema" desde la que renovaron los cánones del mundo fílmico, habían permanecido activos e insorbornables hasta el final de sus carreras y abandonaron este mundo con la cabeza en plenas facultades.

Rohmer, el único de este grupo de cineastas que no salió de la revista "Cahiers du Cinema", fallecía el 11 de enero en París y dejaba tras de sí una serie de "cuentos estacionales" en los que el diálogo era el bisturí que diseccionaba la esencia contradictoria del ser humano, así como títulos como "La rodilla de Clara" o la más reciente "La inglesa y el duque".

Claude Chabrol, cuya película "El bello Sergio" está considerada el pistoletazo de salida de esa nueva ola francesa, murió a los 80 años el 12 de septiembre también en París, tras una última etapa profesional en la que se centró en satirizar sobre lo que Buñuel llamaría "El discreto encanto de la burguesía".

Apoyado en su musa Isabelle Hupper en "Gracias por el chocolate", "No va más" o "Borrachera de poder", alumbró una segunda edad de oro en su ya añeja carrera, que había sido más desgarradora y naturalista en unos inicios en los que destacó con "Los primos" -Oso de Oro en Berlín-, "El tigre" o "Las ciervas".

Curiosamente, el cine estadounidense también perdió a uno de sus autores de lenguaje más europeo: Arthur Penn, cineasta responsable de desmitificadoras obras maestras como "La jauría humana" o "Bonny and Clyde", película que, curiosamente, fue ofrecida primero a Francois Truffaut y Jean Luc-Godard.