las luces se encienden. Las butacas vacías susurran ecos de las palmas. No es el final de la obra. Es el comienzo... Siete de la mañana. Tras desactivar la alarma, las limpiadoras comienzan a recorrer todos los rincones del Teatro Principal. Danza silenciosa que busca brillo al vacío. Danza silenciosa que abre el camino al teatro.

Nueve de la mañana. Ángel Almela aparca doce metros de eslora frente a la fachada. La carga y descarga del camión promete alargarse. De las diez toneladas, cuatro corresponden al montaje de Todos eran mis hijos, que por la noche estrena itinerancia -tras dos meses de éxito en el Teatro Español de Madrid- en las tablas gasteiztarras. "Esto no es nada", asegura Alberto Beltrán de Guevara, que se encarga hoy de la coordinación del espectáculo, "todos los musicales traen de tres tráilers para arriba, y tiene que acompañarles la Policía para meterlos hasta aquí", asegura, señalando el cruce con la calle Fueros.

Ángel no ha aparcado caprichosamente. Boni Casado, conserje matinal, ya había reservado en la acera la isla de conos. También ha abierto todos los accesos, y pulula ahora en busca de carteles. Es desde hace nueve años -y en tándem con Fernando de la Puente- el oxígeno del Principal. Lo mismo encarga un cuarzo para sustituir a otro fundido que arregla una butaca si el achaque no es muy complicado. Lo mismo rellena partes de mantenimiento que corre a su casa para dejarle una camisa a Micky Molina. Lleva uno de los pesos del teatro, pero su llavero no se antoja más grande que el de cualquiera. "Es que la mayoría de las cerraduras están amaestradas".

Mientras en taquilla comienza la cola matinal para Mayumana -el cartel no para-, los operarios -del Principal, de la compañía, contratados...- se esmeran con la descarga de los cuatro mil kilos de ficción. Los encarrila Sagrario Sánchez, que coordina Producciones Teatrales Contemporáneas. No se ven por ningún lado encofrados ni aislantes, pero todo el mundo lleva casco. El material de prevención -y la bienvenida, claro- es el primer punto de la mañana para Alberto. "La mayoría de compañías saben que cuando toca Vitoria hay que comprar guantes y botas; por lo menos de aquí salen ya con ellos".

Las tareas de Alberto -pendiente del móvil durante todo el día- van desde sustituir una guitarra que se perdió en el camino hasta gestionar una consulta médica para un actor. Desde informar al encargado de vestuario de la limpieza en seco más cercana hasta atender una llamada de la prensa. "Hemos reventado", confiesa al repasar el taquillaje. Sólo quedan las entradas de rigor, esas que se reservan "en las dos primeras filas" para imponderables de escena, y en la última "por si hay que meter la mesa de control en el patio de butacas".

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Dos horas antes de la función, si las butacas no se han usado, se levantan y se ponen a la venta para los despistados de última hora o los que gustan de disfrutar de los intérpretes a pie de tablas.

Pero ese momento aún queda lejos. Mientras la descarga continúa, en Madrid el reparto toma un autobús camino de Vitoria. Hay una emoción añadida en uno de los asientos, con label gasteiztarra. Mientras tanto, las ensoñadas butacas del teatro observan mudas cómo la mentira comienza ya a tomar forma sobre el escenario. Las manos se han puesto por fin a la obra.

Si se quiere entrar en escena, imprescindible -repetimos- el casco. Entre el hormigueo de montadores, Pablo Sanz se esmera saltando entre las varas -ahora tumbadas- que sustentarán horas después la obra de Arthur Miller. Las crucetas de esta marioneta. Pablo se esmera con la caja negra, esboza esa tela que acotará los límites de la escena. Se mueve entre bambalinas y patas, construyendo "la convención que servirá para que la gente no vea esas partes que no se pueden ver". Una construcción innecesaria si el público se acerca predispuesto a ser engañado, a vivir la historia. Una construcción clásica para ayudarle a creer en el mutis. "Sí, el rato éste es el más duro", asegura Pablo, antes de informarnos de que la pieza del autor norteamericano será representada a la italiana. Es decir, las varas se disponen en paralelo a las filas de butacas. De ser perpendicular, hablaríamos de un montaje a la alemana.

Varas que pueden ser manuales o contrapesadas. Las mueve, quince metros más arriba Esti Rodríguez, desde un privilegiado mirador en el que vislumbra como en las tablas crece el césped. Un césped con agujeros de los que, en un instante, nacerán, machiembrados, árboles de siete metros. Esti sube las varas a la sevillana, no en paralelo sino jugando con sus extremos para salvar obstáculos. Abajo, el enfoque se hace a la rusa -en el suelo-. La caja escénica es una madeja que la que se tira paso a paso. Peso a peso.

Las órdenes vuelan de arriba abajo -ni gritadas, ni habladas, tono medio- y, en un pequeño impass, Esti explica que los laterales de la escena son los hombros, que los chucos son las cabezas de plástico de un enchufe, que a las regletas aquí -república teatral- se les llama zapatillas. Lo cuenta mientras, algo más arriba, Imanol Velasco y Javier Arriola se aplican en la cúspide, encauzando cuerdas y cables por los ríos. Puentes, ríos... realidad invertida en una estratosfera que sólo conocen los habitantes del gallinero o la siempre digna, gigantesca -e inquietante- lámpara de araña.

La apoteosis de vocabulario -a la altura de la jerga del toreo o de la navegación- desvela que esto es otro mundo. "Hay hasta un diccionario de palabras relacionadas con el teatro", asegura Esti antes de cambiar de hombro. Lo hace pasando por encima de la chacena, parte trasera del escenario. La delantera eligió la metáfora corporal para su bautismo. Se llama boca. Sobre ella -preciosa palabra-, el proscenio.

Basta de palabras. Un poco de acción. Ya llegará el tiempo del libreto. Ahora toca pachear -vaya, otra racíón de argot-. Cada montaje cuenta con cuatrocientas posibles conexiones de enchufe, de los que puede elegir hasta 108. "Durante todo el montaje se van apuntando en el plano", explica subiendo unas estrechas escaleras que derivan en un gran panel. Sí, al estilo de las centralitas telefónicas. Joseba y Juan se esmeran combinando las clavijas en el inmenso mapa.

El autobús sigue camino de Vitoria, nueve de sus plazas ocupadas por el elenco. Otras ruedas, las de un burro, circulan entre camerinos empujadas por Javier Zapardiel. Dentro de unas horas, sus perchas transformarán a los nueve en otros nueve con los que, desde hace dos meses, comparten sinapsis y sentimientos. Los personajes se apoderarán de su piel nada más vestirlos. Javier aparca el burro en una pequeña estancia, al fondo de los camerinos. Allí está Ángel Almela, "para nosotros Angelines", que tras aparcar el camión, hace tiempo hasta que el ajetreo del reparto diario acabe y se descongestione la calle San Prudencio. "A mí me gusta esto, a mí mujer un poco menos", asegura. Y es que trabajar para una compañía de teatro no es como hacer cualquier transporte. En cuanto las furgonetas desaparezcan, dejará el camión en el aparcamiento de Mendizorroza. Salvo en fines de semana -por los partidos- siempre elige los parkings del estadio de turno para que su Transpet dormite.

A lo Matthau-Lemmon, Ángel y Javier se lanzan vaciles que esconden, entre sus respectivas ruedas, la amistad que construyen los kilómetros. Sagrario, que ha levantado despacho efímero en la misma habitación, ríe los comentarios -Angelines ha descubierto que su apellido Almela proviene del árabe- entre contratos y fotocopias de DNI. Hoy ha encontrado sitio en el backstage, pero a veces el hueco para sus gestiones lo encuentra en el patio de butacas "o en el bar de enfrente". Es lo único que no cambia en cada destino. Siempre está ahí la enésima franquicia del bar Denfrente...

En Vitoria el Denfrente se llama World Café, y un cartel de la zarzuela La borracha recuerda su vínculo teatral. Poco después de las siete de la tarde, emergen de él Carlos Hipólito, Alberto Castrillo-Ferrer y Fran Perea -"la cafeína es necesaria para funcionar"-, que registra con la cámara de su móvil la fachada del Principal. No es un lugar nuevo para él. Hace casi un año lo visitó con el montaje Fedra.

"He estado aquí con el teatro y con la música", recuerda Perea. También le dio tiempo a probar la noche gasteiztarra. "Al final conseguimos volver al hotel", bromea, con ese acento andaluz insospechado que esconde la profesión. En Vitoria se hospedan en el Canciller Ayala, así que han venido dando un paseo y Carlos ha aprovechado para comprar unas yemas en Goya. Fran ha apostado por una palmera.

"Estuve en fiestas con Historia de un caballo, en la plaza, cuando baja el...". Celedón, apunta Alberto. "¡Eso, Celedón!", recuerda Hipólito, y a Fran le viene la imagen de Fedra. "Tengo muy buen recuerdo, muy buen público... y muy buena comida también". Han llegado a las cinco y apenas les ha dado tiempo "a desordenar la habitación" y acercarse al Principal. "Ahora tenéis una tele", informa Alberto, con los chicos de Euskadi Directo a la espera. "¿Tenemos una tele? ¿Y es buena? ¿De plasma?", pregunta Carlos, siempre al quite de una sonrisa. ¿Algún nervio extra por ser la primera función de la gira? "Sí da como cosilla. Hay ese pellizco".

Para cuando acaban de grabar el falso directo de ETB, las actrices ya llevan un rato maquillándose. Han llegado una hora antes, hospedando el buen humor en camerinos. "Hemos hecho la excursión en autobús, con sus paradas y todo, estamos muy en pandilla", explica Gloria Muñoz, que hace unos instantes pisaba el césped artificial del decorado-calentamiento antes del partido- y probaba el chorro de su voz en el teatro vacío. No es la primera vez que pisa el Principal, ni como actriz ni como espectadora. Su compañero sentimental, José Antonio Ortega, ha dirigido muchos monólogos de Karra Elejalde, y aquí vio su Etc etc. "Vine al estreno, era una obra maravillosa... ¡y estaba todo el teatro lleno de punkis!". Lleva "toda la vida de gira", sólo que su prole ha crecido y "ya no tengo que organizar niños, familia, dejar comida...". Ahora disfruta plenamente -aunque siempre lo ha hecho- de papeles como éste de Kate Weller. "La obra me entusiasma y el personaje es una de las joyas del teatro".

En el camerino de enfrente, cascos en las orejas, canturrea Manuela Velasco, el otro lado de la balanza, la recién llegada. Ha aparecido en el teatro gritando, abrazando, emocionada, y nos hace un hueco ante su espejo. "Es mi primera gira, así que tengo muchas ganas", reconoce, "desde las primeras funciones en Madrid ya estábamos hablando de salir y de actuar en otros lugares". El teatro ha sido siempre la meta de Manuela, así que, ¿cómo se siente al haberla alcanzado? "He pasado más nervios y más miedo de lo que yo me imaginaba, es lo que he perseguido siempre, pero en mi imaginación era distinto".

Ha aprendido, sobre todo, en dos planos: el físico y el emocional. Nunca olvidará, por ejemplo, la primera vez que salió a escena y su voz se desaparramó sobre el público. Pero también ha descubierto que debe proteger esa voz. "Es una sensación que no tiene nada que ver con ninguna otra, pero también hay que aguantar el instrumento todos los días; ahora, con la entrada del otoño en la compañía, han entrado también los catarros". Manuela ha empezado a "controlar" esos detalles, pero también a canalizar sus emociones. "Aprendes mucho de tí mismo, de cómo es tu cuerpo, de tus límites. Tienes que actuar con lo que sea, con todo lo que te pasa, con tu alegría y con tu tristeza". Pero siempre sin dejarse llevar por ellas.

Siguiendo los camerinos en zig zag, tocamos a la puerta de María Isasi y Ainhoa Santamaría. Ainhoa juega en casa, si entendemos jugar por el play anglosajón. "Estoy emocionada, muy contenta, no he dejado de hablarles de Vitoria en todo el viaje de autobús, no me puedo callar ni debajo del agua", afirma sonriente. Aunque ningún montaje le había llevado hasta ahora hasta su ciudad natal, sí actuó en el Principal en su época como bailarina de ballet, en los fines de curso del conservatorio José Uruñuela. Hoy interpreta a Lydia Lubey, una risueña vecina de los protagonistas, papel que parece irle como anillo al dedo a su indeleble sonrisa. Dentro de un rato, en las butacas estará su familia. Mañana, los amigos. "Después de la función me voy a llevar a toda la compañía de pintxo-pote".

En las taquillas se venden los últimos billetes. Los montadores revisan los últimos detalles de escena horadando la oscuridad con sus frontales. No hay telón. En los monitores, el jardín de los Keller espera en silencio. Fernando de la Puente va de lado a lado y, cuando tiene un segundo, avanza un poco con La universal de Toti Martínez de Lezea. Le miran de reojo Marilyn Monroe, que oculta el cuadro de mandos, y un cartel firmado de la última visita de Serrat.

Media hora antes de subir el ausente telón, a las ocho, diez hombres -y mujeres- de negro toman el hall. "En ese momento se informa de la acomodación, de lo que dura la obra, de si hay descanso...", contaba Alberto por la mañana. Tras dar los detalles, los diez toman sus puestos en los accesos. "Entrar a sala, abrir puertas", canta Alberto por megafonía. Y el torrente de espectadores se abre con un joven que lleva dos horas como centinela en aventajadísima vanguardia.

Desde llevar agua a alguien que no para de toser hasta atender a los que se marean. "Orientar, acomodar, controlar la marcha de la función", explica Rubén Pérez, son sólo algunos de los cometidos de la elegante decena, que se rota por las entradas de patio, preferente y anfiteatros. Y por guardarropía, puesto más calamitoso en día de función infantil. El corcho de conserjería especifica los "procedimientos de emergencia en incidentes por enfermedades de aparición súbita". El desfibrilador, preparado.

Son detalles tan fríos como necesarios. Igual que la puntualidad del espectador, esencial. Tras los avisos, el que no está sentado se queda fuera, pese a quien pese. Hipólito ya ha cogido su sitio en la terraza y declama con su siempre sorpredente naturalidad. No le va a la zaga Gloria Muñoz. Ni Manuela, ni Fran. Ni Jorge Bosch, que hace unos minutos distribuía chocolatinas por los camerinos. Ya se sabe, actor de reparto. Emociones, sorpresas, violencia, dolor, culpa...

Cuatro rondas de aplausos premian al elenco, y quizás lleguen hasta París, donde el director, Claudio Tolcachir, prepara ya su nueva obra. Lo normal sería comenzar ya a desmontar, pero esta vez los árboles se quedarán plantados en su sitio... para la función de mañana. El público busca la calle. Las luces se encienden. Las butacas vacías susurran los ecos de las palmas. Ahora sí, éste es el final de la obra. El comienzo de una nueva realidad.