Dirección y guión: Abbas Kiarostami. Intérpretes: Juliette Binoche, William Shimell, Jean-Claude Carrière, Agathe Natanson, Adrian Moore y Angelo Barbagallo. Nacionalidad: Francia. Italia. 2010. Duración: 106 minutos.
Hay una cierta satisfacción, un regodeo implícito en el título del último filme de Kiarostami que nos previene sobre sus verdaderas intenciones. Leamos su enunciado: Copia certificada. Dicho de otro modo, Kiarostami nos asegura que, en verdad, su filme es una copia. La cuestión que emerge de manera inmediata es: ¿copia de qué? Por el camino de las citas, los académicos de la nota a pie de página han concluido que a quien copia esta copia -significante que también designa a las películas- es a Te querré siempre. O sea, que Kiarostami ejerce de Rossellini y Juliette Binoche asume el papel de Ingrid Bergman en una suplantación que, hay que decirlo, ya no es tal porque en su transfondo fondo, las intenciones del neorrealista italiano en nada convergen con la estrategia del director iraní.
Antes de penetrar en ella, recordemos algunas modificaciones sustanciales que corroen el libro de estilo del autor de El tiempo de las cerezas. Estamos ante su primer filme rodado fuera de su tierra natal, tierra en la que, si hemos de ser realistas, lo más probable es que no vuelva a trabajar, al menos a corto plazo. No sólo ha cambiado el contexto geográfico, también el proceso. Kiarostami, retratista de una realidad transitada por gentes anónimas, encarga a Binoche, actriz de subrayado y carisma, cargar con el peso de un relato en el que también se proyecta el influjo de Carretera perdida de David Lynch. Las incrustaciones de otras películas, de otras obras artísticas que proyectan su sombra en Copia certificada son innumerables. Porque Kiarostami no engaña. Su filme es una auténtica copia. Sobre todo de sí mismo, de lo que él representa, de lo que él ha dejado inscrito en ese puñado de sensacionales obras maestras, en sus clarividentes ensayos y en media docena de pedagógicas películas.
Pero hablábamos de Rossellini porque es con él con el que este filme parece guardar más vinculación. Una pareja, la amarga incertidumbre de la caducidad del amor, la herida imparable del tiempo, la soledad, la eternidad, la nada. Allí estaban, en el filme de hace cincuenta años, y aquí nos aguardan, en la propuesta que desde el destierro lanza Kiarostami. En ese sentido su conexión es directa. Las diferencias se hallan en ese medio siglo que los separa; el que va del manierismo a la posmodernidad. Kiarostami se debe a su tiempo y su tiempo, el nuestro, ha derribado el concepto de singularidad. En el tiempo de la clonación, nada ni nadie se sabe a seguro de no ser objeto de réplica. Ese cyborg que nos eternizará nos espera al final del proceso tecnológico si éste antes no revienta la Tierra. Por eso Kiarostami va más lejos, retorna al mismo origen de la Cultura. Cuestiona la génesis del arte, ese deseo desesperado de detener la muerte, ese gesto sublime y desesperado de imitar la vida. En todo artista hay un Dorian Gray dispuesto a que su obra regatee a Cronos. Y toda obra artística establece un pacto con lo sublime para soñar lo imposible. Para, como Ulises, escuchar sin ceder los cánticos de la parca.
Esa actitud se da también en este Kiarostami que dirige con sabiduría. Sus planos se despliegan en reflejos infinitos. Sus largas y peculiares secuencias multiplican sus significantes. Y su obra construye belleza, supura densidad. Cuestiona y se cuestiona. Copia certificada destila un cine inmenso, inabarcable y enigmático. No por ese juego sencillo de vertebrar el relato en dos partes que parecen negarse la una a la otra, sino porque en su interior, Kiarostami (y en ese sentido este filme le pertenece desde el primero al último fotograma), convoca a las grandes cuestiones con las que teje su discurso: el amor, la muerte, el sentido de la vida y la vida del Arte; la copia.