NO hace falta leer lo que no está escrito. La 58ª edición del festival de cine concluyó tal y como había vivido. Bajo el signo de la contradicción y la heterogeneidad. Con ese regusto agridulce de bueno y malo; grande y chico; de no ha estado mal pero podría haber sido mucho mejor concluyó el último año de Mikel Olaciregui. Su razón de ser la recordó el duro y riguroso cineasta serbio Goran Paskaljevic, presidente del jurado. "Ha habido -dijo- variedad y calidad en la selección oficial". Para dejar caer a continuación que las decisiones fueron tomadas por mayoría, una educada manera de excluir la unanimidad.

Y es que, este año, más que nunca, la unanimidad hubiera sido más que una paradoja, un misterio. No puede haber unanimidad en un jurado dispuesto a dar la Concha de Oro al filme de Peter Mullan, la sobria y realista Neds; premiar al mismo tiempo como mejor director a Raúl Ruiz, autor del filme-río, Misterios de Lisboa; y señalar como mención especial la kiarostámica película magrebíe, La mezquita.

No puede existir convergencia de criterios en un grupo en el que figuran cineastas de obras tan radicalmente distintas como las que practican el citado Goran Paskaljevic o el filipino Raya Martin.

El por qué de esa naturaleza que parece querer injertar disparidad con heterogeneidad descansa en la propia constitución del equipo rector del festival y en las insidiosas presiones venidas de la industria madrileña a la que parece agitar el sr. Guardans irritado porque no se ha hecho su voluntad. Si a eso se añaden los eternos peajes que hay que pagar: querencia de glamour, estrellas yanquis (cada vez menos), fiestas (escasas), atenciones nostálgicas de un pasado idealizado y una crisis que reduce día a día el presupuesto, el paisaje ya se vislumbra malherido.

El equipo del festival aparece víctima y culpable de un intento de satisfacer a todos. San Sebastián es el escaparate del cine nacional, pero lleva muchos años aquejado de una serie de hipotecas de equilibrios que amenazan su estabilidad. Un repaso a la programación de la sección oficial permite entender los pírricos esfuerzos del festival por elaborar un menú con películas para todos los gustos. Eso es imposible. Quien se moleste en leer más de un periódico y alguna revista sabe que nos estamos volviendo locos con ese sistema de estrellas y puntos en los que un mismo grupo de críticos despacha con ceros y dieces la misma película. Si eso pasa con la crítica, que sólo debe moverse por razones de "criterio", imaginen los intereses y los gustos de los distribuidores, de los exhibidores, de los productores.

Esta obviedad no es para justificar las componendas de criterios que practica el festival, sino para tratar de exponer las razones por las que, en la misma selección, se da luz a producciones tan comerciales como El gran Vázquez, se permite la inclusión en la sección oficial, aunque fuera de concurso, a balbuceos fílmicos como Come, reza, ama; o documentos bienintencionados pero sin valor fílmico como Bicicleta, cuchara, manzana, al lado de obras de riesgo como I Saw the Devil o el documental ensimismado de Naomi Kawase.

Pese a quien pese, este año la selección oficial ha sido una de las más equilibradas de los últimos años. No se discute que no ha habido en ella ese filme consenso al que aplaude todo el mundo, pero salvo un par de obras decepcionantes que venían avaladas por el nombre de sus autores, la calidad media ha sido más que aceptable. Con dos títulos notables, la citada película de Raúl Ruiz y el filme coreano de Kim Jee-woon.

En cuanto a la decisión del jurado, sabiendo que Paskaljevic era su presidente, era previsible. Entra dentro de la lógica entender que Mullan fuera el gran beneficiado y conviene recordar que Neds posee una primera mitad sensacional y un final de un hálito poético altamente inspirado. Lo mismo acontece con el premio al mejor guión. Home for Christmas, con esa lectura esperanzadora de que el azar, un segundo, una pausa, puede significar el paso de la vida a la muerte, de la salvación al infierno en el contexto ironizado de las fechas de navidad, ofrecía material más que deseable para el jurado de este año.

Probablemente había obras con guiones más sólidos, la china Addicted to love sería una de ellas, pero dime quiénes forman el jurado y podré explicar sus fallos. Tampoco el premio a la mejor fotografía era descabellado. Aita aparece por encima de todo como un verdadero ensayo sobre el arte plástico, sobre la capacidad de mirar y saber ver, sobre el poder de la luz. Premio pues, justificado. En el apartado de las interpretaciones, no ha habido grandes recitales solistas, pero no significa que no haya habido excelentes repartos.

En definitiva, el problema no descansa en la idoneidad o no del jurado sino en la necesidad de asumir un rumbo concreto y en juzgar sus aciertos y limitaciones desde una equidistancia que no se cumple. Lo más exigible al nuevo director que comienza su actividad a partir de 2011 es que configure la selección oficial atento a cuestiones de calidad y según un criterio concreto.

En medio de este clima de incómoda tensión, el filme escogido para la clausura resulta irrelevante, casi, casi innecesario. La llave de Sarah, del francés Gilles Paquet-Brenner, da síntomas de una profunda incapacidad para asomarse a un tema tan traicionero como lo es el holocausto judío de la segunda guerra mundial. En un breve pero intenso ensayo titulado El Holocausto y la cultura de masas, Álvaro Lozano se despacha con argumentos contra la inconveniencia, inutilidad e incluso perjuicio que el cine ejerce cuando lleva a la pantalla la representación del infierno de los campos de exterminio nazis. Viendo el filme de clausura, uno no puede sino recuperar todos sus argumentos, porque sin duda el proceder del filme de Paquet-Brenner asume punto por punto los peores defectos de esa utilización tramposa que a menudo hace el cine de esta cuestión. Quienes la vivieron y pudieron sobrevivir se avergonzaban por no haber muerto y callaron por temor a no ser creídos. Quienes se asomen a este filme terminarán por no creer ni una palabra de este melodrama lleno de casualidades sin sentido cuya mayor virtud estriba en arrojar luz no sobre las barbaridades nazis sino sobre la complacencia y colaboración de los franceses.

La pena es que La llave de Sarah comienza de manera prometedora. Ambientada en dos tiempos, tiene un punto de partida original. Una tensión añadida y un recuperar el hecho de que 70.000 personas judías fueron enviadas por las autoridades francesas a los campos polacos para su exterminio. Poco a poco la memoria histórica se empaña con un melodrama histérico de embarazo tardío, paternidad no deseada y sentido de culpa exaltado por una casualidad que desafía toda credulidad. En fin, un decepcionante filme de clausura para un año crítico.