LA de ayer fue la jornada de un extraño viaje. A la salida de El Gran Vázquez, se tenía la sensación de estar en la premiere comercial de un estreno en la Gran Vía madrileña. Al finalizar I Saw The Devil, lo idóneo habría sido percibir la brisa de Sitges. Y, tras el impacto dramático-terminal de Colours in the dark, resonaban campanadas a muerte propias de la austeridad de Valladolid. En esos escenarios, cada una, a su manera, habría hecho un digno y excelente papel. Pero estamos en Donostia y aquí, si el público del festival se mueve por caminos sensatos y agradecidos, el jurado suele hacerlo por atajos impredecibles.
Óscar Aibar sabe qué se siente al trabajar en una editorial dedicada a hacer historietas. Fue guionista de cómics antes que director de cine y, en ese espacio de lápices, humo y miseria, supo de la leyenda de un personaje único, un caradura estafador, un dibujante con talento y un compañero noble. Su nombre: Manuel Vázquez. Probablemente Vázquez nació en tiempo y lugar inadecuados. Fue un anónimo ilustre, un desconocido al que sin saberlo todos recibían en casa a través de sus criaturas. Autor de La abuelita Paz, La familia Cebolleta, Anacleto, agente secreto y Las hermanas Gilda, entre otros personajes, fue, a su modo, el Berlanga de los tebeos, el historietista mordaz que desnudaba la España del desarrollismo con escalpelo afilado... pero sin hacer sangre. Sus personajes enriquecieron a la editorial Bruguera y la editorial Bruguera lo convirtió en su esclavo. Fue el vividor feliz e inconsciente de un país donde sólo había verdugos sin remordimiento y víctimas sin fe. Se comprometió con siete mujeres, tuvo once hijos, fue encarcelado en diferentes ocasiones, vivía a tumba abierta y ahora es reconocido, paradójicamente, por el personaje que otro ilustre hacedor de aventuras, Ibáñez, hizo habitar en el último piso de La 13 Rúe del Percebe: el moroso guasón.
Con conocimiento de causa y mucha admiración, y sin poder o querer penetrar en lo que hay más allá de la leyenda, Aibar propone en El gran Vázquez un brindis a su memoria. Y lo hace con la complicidad de Santiago Segura. Y Segura, que se adecua con rigor a la tarea interpretativa, le da a Vázquez lo mejor de sí mismo sin poder evitar que algo de su Torrente le impregne. Resulta curioso que la opción que asume Aibar para mostrar al mundo quién era Vázquez aparezca contaminado por el estilo con el que Javier Fesser adaptó Mortadelo y Filemón al cine. En los personajes de Peláez, González e Ibáñez aparece ese rasgo de caricatura gruesa, la sensación de lo irreal y el disfraz de la mascarada y lo grotesco. La idea de fundir lo real con lo imaginario, de atar al autor con sus personajes, reconduce todo hacia una sensación que, conforme avanza en la biografía del personaje, más se aleja de lo real. Aibar, entre la verdad y el eco, se refugia en lo epidérmico para llenar su filme de voces entrecruzadas carentes de discurso. De ese modo, si como filme la película abandona pronto toda pretensión autoral, como homenaje El Gran Vázquez debe ser percibida como un emotivo, entretenido y sencillo agradecimiento a quienes fueron pícaros irreverentes en un país asfixiado por la Iglesia y la Falange.
Un material altamente inflamable
Mirando al abismo
Si Aibar derrocha bondad y sordina en su caricatura de Vázquez, Kim Jee-Woon, el cineasta coreano autor de películas tan rotundas como The Foul King (2000), A Tale Of Two Sisters (2003) y A Bittersweet Life (2005) entre otras, dio motivos a más de uno para escaparse de la sala, porque nada hay en ella que sepa de la piedad ni de lo agradable. Jee-Woon posee una depurada técnica y una inmensa ambición que le lleva a no dar por buena ninguna toma, ningún plano. Sabe que, tras Tarantino, el mundo del suspense de Hitchcock cerró su ciclo para siempre. De hecho, todo empezó a cambiar con Sergio Leone y fue de Leone de donde Jee-Woon extrajo material narrativo para su mayestática incursión en el mundo del western: The Good, The Bad, The Weird (2009). Su cine es, pues, heredero directo de esa posmodernidad hecha hipérbole. Y como Tarantino, como Leone o como el propio Hitchcock, Jee-Woon es un animal cinematográfico, un cineasta radical, absoluto, enfebrecido.
En I Saw The Devil, Jee-Woon no engaña al espectador. El mal habita en este filme de venganza larga y de frustración desesperante. Jee-Woon se encomienda a Nietzsche, evoca la sentencia del peligro de acabar convertido en aquello que más se combate y hace de la historia de una cacería humana un degradante proceso sobre lo inexplicable de la crueldad. Todo empieza con un asesinato feroz, de esos que la saga Saw ha elevado a sofisticación absurda y sin sentido. Pero aún cuando aparentemente el filme de Jee-Woon no nos ahorre el amargo sabor de la repugnancia inherente ante la tortura, sus intenciones apuntan más allá de lo insustancial.
Hay un peso que gravita sobre este filme. La llamada trilogía de la venganza de su compatriota Park Chan-Wook. Aquí, como allí, la impotencia ante una barbarie desata una ola de violencia en grado sumo. Pero en I Saw The Devil, Jee-Woon fuerza la máquina al tratar de convocar un experimento: ¿puede un psicópata llegar a arrepentirse por sus actos? Y así como su protagonista corre el peligro de transformarse en la bestia que combate, Jee-Woon asume el riesgo de que su película pueda ser percibida como aquello que no es: casquería y tremendismo.
El largo camino que el filme recorre, pagar al psicópata con su propia moneda, asediarle con sus propios horrores, lleva a Jee-Woon a descender a ese abismo donde él mira y desde donde él es mirado. De ahí que puede surgir la pregunta de hasta qué punto I Saw The Devil se parece demasiado a esos filmes de violencia gratuita.
La respuesta que cada espectador dé a esa incertidumbre hará que asuma la película en toda su aspereza o que la rechace por su incómodo contenido. Pero en ningún caso queda en entredicho la actitud de Jee-Woon, quien encara su propia apuesta sin poner límites, rozándose hasta sangrar con un material altamente inflamable.
por el camino de la contención
La muerte cercana
Colours In The Dark arranca en penumbra y culmina en un negro crepuscular. Un recorrido tenso y denso, una despedida que dibuja una espiral que camina hacia su total disolución. Sorprende que sea la primera película de Sophie Heldman, una realizadora alemana que se adentra en los últimos días de vida de un matrimonio que, tras medio siglo de vida en común, se enfrenta a la noticia de que el marido tiene cáncer.
Sin gritos ni excesos, Sophie Heldman se asoma a ese instante final que hace coincidir con el matrimonio de una de sus hijas. Todo se desarrolla por el camino de la contención, sin estridencias, como una pieza de cámara sutil que recuerda que los momentos importantes de la vida no tienen por qué coincidir con los solemnes.
Un buen reparto, con el actor Bruno Ganz como piedra angular, no consigue evitar experimentar la sensación de estar viendo una película excesivamente triste, demasiado convencional y escrita con un estilo narrativo que mira más al pasado que al presente.