Entre las calles Aramburu y Hospital, muy cerca de la ruidosa San Lázaro, en Centro Habana, se esconde un nido de melodías, una callejuela estrecha donde los motivos cubanos y los africanos se abrazan en las paredes, explotando en una orgía de colores. Es el Callejón de Hamel. Mucha de la esencia africana llevada por los esclavos a la isla descansa entre las paredes multicolores del callejón. El artífice de la idea es el mismo que ha decorado la calle con pinturas, murales, haikus, esculturas y máscaras de todo tipo, amén de un altar santero, porque Hamel se ha convertido, entre otras cosas, en el centro de adoración de la santería habanera.
El autor y promotor del callejón es Salvador González (Camagüey, 1948), un reconocido artista que plasmó sus inquietudes en un proyecto tan bello como arriesgado. "Hasta entonces nadie había probado con pintar en la calle, y decidí hacerlo. Lo hice sin tener en cuenta a los vecinos, fue un impulso. Ahora unos están encantados y otros siguen sin verlo, pero ahí está, se ha convertido en una referencia artística y turística de primera magnitud", revela el artista al hablar de aquellos años primigenios. Pintor, muralista, escultor y artesano, Salvador descansa sus huesos en los portales de Hamel, y es habitual encontrarse con él. No puede despegarse de su obra, uno de los proyectos socioculturales más exitosos de La Habana.
rituales plásticos
21 de abril de 1990
El Callejón de Hamel surgió el 21 de abril de 1990, en plena crisis, y brindó una salida cultural a muchos habitantes de Centro Habana, que empezaban ya a padecer las penurias del Periodo Especial. El trabajo de Salvador arranca con la plasmación del primer mural con temáticas afrocubanas realizado en las vías públicas de Cuba.
"Un amigo me pidió que le pintara un mural dentro de la casa, y en vez de dentro le dije que por qué no lo pintábamos fuera. Poco a poco me fueron animando los vecinos, y aunque las autoridades al principio mostraron cierto recelo, luego han sabido admitir el proyecto y lo han respetado", confiesa Salvador.
Autodidacta, con un lenguaje muy personal, el artista plasma sus creencias, sus vivencias y sus miedos en el lienzo. "Yo hablo de rituales plásticos más que de performances y, en esencia, es lo que hago".
Ése es el ahora, pero hubo un antes. "Me trasladé a La Habana a finales de los 70. Empecé a trabajar de soldador en un taller. En mis ratos libres daba forma a chapas y hierros y con ellos elaboraba esculturas que regalaba después a mis amigos. Alguno de ellos me recriminó incluso el haberle regalado una pieza tan grande que no cabía en su casa. La tiró. Supongo que ahora estará arrepentido (risas)", relata el alma de Hamel.
Sus obras empiezan a cotizarse al alza y en una década pasa de artesano a pintor. Su primera exposición individual, El camino del caracol, cosecha elogios de la crítica, aunque no todo el mundo comprende la obra. Poco le importa eso a Salvador González, que recita un verso para exponer su actual postura ante los críticos: "Era un hombre muy soñador; sin embargo, muchas veces, los insectos no le dejaban dormir".
En 1990 deja de exponer y se lanza a la aventura de Hamel: "Yo siempre he estado ligado al mundo de los orishas (deidades adoradas por los santeros) y en el mundo cultural de la época se respiraba mucho ostracismo hacia las religiones afrocubanas, hacia las culturas de origen africano, y decidí romper con todo eso y buscar mi camino".
Así, empezó a darle color a la cal blanca de Centro Habana, convirtiendo su barrio en un núcleo cultural de primera magnitud. "Ésta es mi huella, que quedará para siempre, es mi callejón brujo donde todos sois bienvenidos", concluye. Pero no es la única propuesta de la vía. "Cada domingo, al mediodía, se reúne aquí una peña de rumba con la participación de grupos como Clave y Guaguancó y los Muñequitos de Matanzas", apura Elías Aseff, promotor cultural del callejón.