Dirección y guión: James Cameron. Intérpretes: Sam Worthington, Zoe Saldana, Sigourney Weaver, Michelle Rodriguez, Giovanni Ribisi, Joel D. Moore. Música: James Horner. Nacionalidad: EEUU. 2009. Duración: 100minutos.
Si James Cameron fuera un accidente geográfico, o sea un territorio del que pudiéramos proyectar en un mapa su realidad, su morfología sería tan previsible como transitable; tan amable como entretenida. Dentro de esa cartografía imaginaria sus confines aparecerían delimitados entre Coppola, Spielberg y Lucas. Luego, abundando un poco más en este juego, diríamos que Cameron carece del sentido visionario de Coppola, de la solvencia rítmica de Spielberg y de la obstinación enfermiza de Lucas. Y sin embargo..., sin embargo asume más riesgos que Spielberg, es más flexible que Lucas y jamás perderá el Norte como lo hace Coppola cada vez más a menudo.
Avatar representa quince años de espera, una década de intenso trabajo y muchos meses de campaña publicitaria. Con Avatar, Cameron pelea contra el peso de Titanic y sus once Oscar, sabedor de que resulta imposible superar lo que aquel filme representó. Además, no hay que olvidar que James Cameron se ha movido casi siempre entre la fantasía, la aventura y el terror, en ese terreno periférico hecho de ciencia-ficción fascinada por el milagro tecnológico. O sea, nada de cine mainstream, nada de grandes melodramas ni tragedias al gusto de Hollywood salvo, claro está, esa versión Romeo y Julieta que el hundimiento del Titanic acunaba en su interior. Fiel a sus principios, recuerden, Aliens, Terminator, Abbys,... durante años Cameron se ha empeñado en levantar su gran obra dentro de ese universo de fantaciencia y especulación. Fundamentamente tanta espera obedecía a un objetivo: contar con la solvencia del poder digital para recrear como real lo que pertenece a lo imaginario. Y la espera: ¿ha merecido la pena?
Bueno, eso más que una pregunta se ha convertido en uno de los reclamos para asomarse a lo que Avatar lleva dentro. Ciento cincuenta millones de dóares en promoción y preproducción explican tan alta expectación. Y todo eso para fiar su suerte a una historia clásica de amor y aventura; un extenso y sorprendente documental en torno a un mundo imaginario y un puñado de préstamos del cine japonés de animación. De la suma de esta trinidad nace el motor que mueve este Avatar.
De esos tres pilares y de la rutilante puesta en escena que lleva a la perfección la fusión de lo real con lo soñado. Desde este punto de vista, Avatar ya ha conseguido lo que Cameron buscaba. ¿Hacer un gran filme? No, hacerse con un lugar en la historia del cine. Porque Avatar, salvando las distancias, es lo que El cantor de jazz fue al cine en el año 1927. Un salto tecnológico. Pero ese salto que Avatar enuncia ni será tan determinante como lo fue el paso del cine mudo al sonoro, ni está claro que el 3D se consolide como el cine del futuro. Lo que resulta indiscutible es que Cameron sublima la capacidad de la tecnología para dar verosimilitud a lo que antes era sólo propio del dibujo.
Por lo demás, Avatar se nutre de algunas de las cuestiones propias de la cibercultura, cuestiones que ya trataron con más rigor y sugerencia algunos autores como Mamoru Oshii ó Hayao Miyazaki, de quienes, de manera más o menos evidente, toma prestados formulaciones y conceptos. Con ellos, o a pesar de ellos, el núcleo argumental reside en una reescritura del enfrentamiento entre culturas, entre tecnología y metafísica; entre conquistadores y conquistados. Cameron podía haber propuesto una especie de El nuevo mundo al estilo de Terrence Malick pero opta, en una operación que evita el riesgo, por una versión amable de una Pocahontas virtual salpicada por el corazón de las tinieblas y envuelta en una estética zen de buenismo ecológico.