Durango. Es su primera novela pero Pablo Muñoz lleva toda la vida escribiendo. Es periodista y director editorial del Grupo Noticias y tras publicar la biografía de Miguel Indurain en el año 1993, se ha lanzado a la ficción con Puertas coloradas.
¿Por qué coloradas?
Porque en el barrio en el que yo nací, a la salida de Donostia, en tiempos que yo no he conocido, había unas puertas que se abrían por la mañana y se cerraban por la noche, y el barrio se llama Ategorrieta. Tenia las puertas así, coloradas.
¿Ese color rojo tiene que ver con el republicanismo?
No, sencillamente las pintaron de rojo, aunque es cierto que cuando preguntábamos en casa cómo se decía en español Ategorrieta nos decían coloradas, pero nunca rojas.
Si tuviera que poner un color a su infancia, ¿cuál sería?
Plateado. Éramos ricos en la pobreza y brillantes en imaginación. Teníamos mucha creatividad y no teníamos nada. Si hubiéramos tenido mucho pondría dorado, pero el plateado es un color que no insulta, me gusta.
¿Cómo ha sido el salto del periodismo a la literatura?
He hecho miles de columnas y cada una era un relato. Escribir una novela era una asignatura pendiente, una tarea más larga y profunda. Estás tan insatisfecho con la realidad que pasas a la ficción y ves que no tienes censura ni condiciones económicas. Ha sido una liberación.
La novela surgió cuando se reunió con unos amigos de su infancia. ¿Ellos la han leído?
Surgió organizar una comida y nos encontramos. Alguno estaba calvo y otros con la próstata. Una vez reconocidos unos a otros, que no era fácil, empezamos a contar historias, cada uno la suya. Les amenacé. Les dije que de ello saldría un libro y hasta tal punto les impresionó que nos reuníamos a cada capítulo y cambiaban detalles. La han leído y han reído y llorado mucho. Se han sentido protagonistas por una vez en la vida porque, a pesar de que no les nombró, se identifican.
¿Las pequeñas historias son las que hacen la vida?
La vida es un conjunto de pequeñas historias. La de cada uno es muy pequeñita, y a cada cual la suya le parece la más importante, pero somos una cagada de mosca.
¿La vida de aquel barrio se puede trasladar a cualquier otro?
Absolutamente. No he querido nombrar el barrio, pero se deduce dónde está, porque hay una playa y una isla.
¿Era necesario poner todas esas vivencias por escrito?
Yo creo que sí, porque siempre se habla de cómo ha cambiado la vida. Lo que he pretendido es escribir cómo era en realidad la situación, no me he inventado nada. Bueno, le he echado jeta para decir que ligaba mucho y cosas de esas, pero sustancialmente es un retrato en sepia de un argumento coral de toda una generación que era necesario contar. Ha sido un descanso, y lo he hecho para que mis hijas, y lo que venga detrás, sepan cómo vivía su padre.
¿Cómo se entendía en aquella época el miedo a no poder hablar de la guerra?
Los niños no teníamos ni idea de eso, aunque con el tiempo te das cuenta de que tus padres nunca te hablaban de la guerra. Era una guerra que nunca existió, no obstante sabíamos que había existido porque los vencedores hacían gala de su victoria.
¿Ese temor dejó de existir con la muerte del dictador?
No. Ese miedo lo llevas para toda la vida. Siempre queda el mirar a todos lados e ir de espaldas a la pared.
¿Satisfecho con su debut?
No, pero la experiencia ha sido lo suficientemente interesante como para repetir.
¿Se te ha quedado algo en el tintero?
Mucho, porque en la novela queda todo muy acotado. Cada uno de los protagonistas es una vida distinta y no me ha dado tiempo a contar todas.