Nadie puede negar que las publicaciones impresas, ya estén realizadas sobre buen o mal papel, bien o mal diseñadas o maquetadas, con excelentes contenidos o con otros, digamos, más “improvisados”, siguen teniendo su “aquel”. En una era en la que los libros, revistas… pueden leerse en nuestros dispositivos electrónicos favoritos, el soporte físico se niega a abandonarnos. Porque existe, es real. Obviamente internet también lo es, pero quizá lo sea menos: cuando apagamos nuestras pantallas, las imágenes, las palabras, desaparecen. En cambio, libros, revistas, cómics… permanecen en nuestro sólido mundo. Huelen a tinta y a papel. Tienen materialidad, como nosotros. Ahí están, nos acompañan recordándonos que existen: encima de nuestra mesilla de noche, sobre una estantería, un revistero o en los lugares más insospechados. Y a veces, los usamos como objetos: como pisapapeles, para calzar una silla o una mesa. Para abanicarnos cuando hacer calor, para prender una hoguera o para secar un líquido derramado. O como lecho para nuestra mascota. Nadie usa su portátil o móvil para esos menesteres. En cambio, no hay uso indigno para el papel.
También el fanzine sigue vivo, esa publicación con parca tirada y distribución amateur, realizado por y para aficionados de un tema específico. Su nombre proviene de la suma de dos palabras inglesas: fan (admirador) y zine de magazine (revista). Cuando Twich, Instagram, Facebook… no existían ni tan siquiera como idea, el fanzine era el medio utilizado para dar a conocer aficiones a compartir, fundamentalmente música y cómic. Los primeros ejemplares, aunque existen precedentes anteriores, surgen en 1976 en Estados Unidos como un sistema de comunicación entre grupos sociales, abordando temáticas que no tenían cabida en las publicaciones profesionales. Ahí residía su fortaleza, al ser una publicación autoeditada y autodistribuida, no estaba sometido a intereses editoriales o económicos. El fanzine siempre ha olido, por lo tanto, a libertad de expresión.
En la actualidad, los fanzines impresos han multiplicado su calidad a todos los niveles, achicando la frontera que los separa de las publicaciones profesionales. Están a años de luz de los que veíamos en los 70 y 80, en una era en la que el punk y el fanzine convergían.
Por estos lares, recordamos fanzines setenteros como Euskadi sioux y Araba Saudita. Y los ochenteros, y más dedicados al cómic, Copyright y Octopus. Por no hablar del TMEO. Aunque lo cierto es que el fanzine, como cualquier otro medio impreso, va decayendo paulatinamente.
La media de edad de quienes se muestran interesados por el mundo del fanzine es bastante alta: “cuarentones” y “cincuentones”. La juventud no vive tan apasionadamente la cultura del fanzine como hace décadas. Por eso es interesante poner en marcha iniciativas que lo acerquen a los más jóvenes. Mañana sábado, por ejemplo, en Zas Kultur tendrá lugar un taller, gratuito, de fanzines dirigido a ese sector. Queda alguna plaza libre, por cierto.