Parece que los tiempos de vacaciones son aptos para visitar otros lugares, otros países, otras culturas. Somos capaces de gastar nuestros ahorros haciendo turismo, lo cual es muy humano, mientras tocamos las teclas de posibles angustias ante lo que nos viene encima a causa de la inflación, los incendios, la escasez de energía, las sequías. Volvemos a nuestros domicilios en los que tenemos muchísimos más recursos que quienes sufren sobre el terreno el contexto de las guerras, la pobreza y el hambre, que es el sumo sufrimiento. Y en esos viajes podemos observar monumentos a las victorias de ejércitos, fortalezas en torno a las que se ha vertido demasiada sangre, museos en los que se reflejan, con excepciones, los rostros y las costumbres de personas poderosas que decidieron invadir, robar, matar, a millones de personas. Las ciudades se enorgullecen de ellas y ponen su nombre en las calles y en las avenidas. Sería interminable establecer el listado, pero no hay imperio que se libre de tales fechorías que han provocado en la historia un exceso de sufrimiento humano.

Thanatoceno

Pero las contaminaciones de estas guerras, de todas las guerras, son irreversibles, en El Congo, en Siria, en Ucrania, en Yemen, Haití, Etiopía… y tienen consecuencias desastrosas humanitarias y medioambientales a largo plazo. En este contexto, resulta sugerente la voz del historiador Jean-Baptiste Fressoz que, ya en 2013, describía esta época como el Thanatoceno –Thanatos es el dios de la muerte en la mitología griega–, porque consideraba que las guerras industriales destruyen el planeta e influyen en el cambio ambiental: “El aparato militar, la guerra y la lógica del poder, con sus opciones tecnológicas insostenibles que luego se imponen al mundo civil, tienen una gran responsabilidad en la perturbación de los ambientes locales y de todo el sistema Tierra”. ¿De verdad que estamos haciendo todos los esfuerzos para enarbolar la bandera del cambio climático? Y lo planteamos así porque, tristemente, hoy, enarbolar la bandera de la paz tiene mala prensa en muchos ambientes.

Hace no muchas lunas, un especialista en el cáncer indicaba, con una cierta decepción, el hecho de que a pesar de que los estudios y los avances científicos en la lucha contra el cáncer están muy avanzados, tenemos una causa, muy conocida, y fácil de diagnosticar, que es el tabaco, y que sigue siendo una de las más mortíferas, pero no vemos la manera de resolverlo, a pesar de algunos cambios en las normativas. Pues algo similar sucede con la guerra y la fabricación de armamentos que tantos desequilibrios provocan, pues aniquilan personas, provocan amputaciones, daños psicológicos, desplazan a millones de personas, a veces pueblos enteros, y afectan a los ecosistemas durante mucho tiempo. Mas no somos capaces ni siquiera de poner normativas rigurosas y eficaces para afrontarlo. Si se pone en discusión que existan determinados genocidios, no es de extrañar que en algunos ámbitos no se quiere utilizar el término “ecocidio”, que es muy apropiado para la cuestión que nos ocupa, aunque se nos llena la boca con otros conceptos como sostenibilidad energética, desarrollo sostenible, transición ecológica…

Parece que cogemos el toro por los cuernos adoptando medidas para reducir los gastos energéticos mientras seguimos aumentando los presupuestos para la guerra, que realmente conlleva mayor consumo energético y catástrofes ambientales, pues cada vez hay tecnologías más potentes y de mayor consumo energético. Mientras con una mano enarbolamos la banderita blanca, aunque ya con mucha precaución, con la otra mano ensangrentamos y llenamos de mentiras la banderita bélica, con la calavera difuminada en un logo que alienta a vencer al enemigo. No sabemos ya si el desastre medioambiental que producen las guerras es un punto ciego en los análisis sobre sus consecuencias o es que la ceguera que nos embarga no nos permite apreciarlo.

Las llamadas Primera y Segunda Guerra Mundial destruyeron terrenos y dejaron huellas tan desastrosas que algunas no han desaparecido hoy en día. Y en el presente contexto miramos hacia otro lado cuando se nos pregunta sobre los miles de muertes y las secuelas de Hiroshima y Nagasaki en relación a las bombas atómicas. Según indica la Cruz Roja japonesa actual: “El empleo de dos armas nucleares relativamente pequeñas en 1945 ha causado mayores niveles de leucemia y cáncer entre los sobrevivientes de las bombas atómicas a lo largo de un periodo de 70 años, y se prevé que en los próximos años aparecerán enfermedades y trastornos nuevos”. Y dice la OMS en la 46ª Asamblea: “En un conflicto nuclear de grandes dimensiones se producirán cambios climáticos y ambientales mundiales de amplia repercusión en la salud”.

En la guerra de Vietnam, en los años sesenta, se destruyó casi una cuarta parte de los bosques y el cuarenta por ciento de las tierras cultivables fueron contaminadas. Para evitar que los soldados vietnamitas se refugiasen en el manglar, la aviación estadounidense arrasaba el bosque con el denominado agente naranja, una mezcla de dos herbicidas hormonales y bombas de napalm, que no sólo afectó a la diversidad genética del bosque, sino que produjo malformaciones y cáncer en la población vietnamita, y también en soldados de los Estados Unidos, décadas después del final de la guerra, pues el herbicida se cuela en la cadena de producción y consumo de alimentos.

Si en una guerra vale todo, con tal de causar el mayor daño, la destrucción del medio ambiente es parte de una estrategia general, como dice Ben Cramer, investigador en seguridad ambiental. Los bombardeos a puertos e instalaciones navales, las minas terrestres, los combates en torno a los ríos, la voladura de puentes, el ataque a plantas químicas y metalúrgicas, la destrucción de los servicios públicos de agua, energía y saneamiento provocan un gran daño ambiental y multiplican las dificultades para la supervivencia humana incluso tras acabarse un conflicto bélico.

En las presentes guerras, también en la guerra de Ucrania, hay muchas muertes y sufrimiento, pero entre esas tragedias, o prorrogando la tragedia para quienes no mueren en ellas, el medio ambiente, enfermo de gravedad, es el escenario que queda: restos de edificios que han ardido, así como bosques calcinados, fábricas de armamento, tanques de combustible que contaminan el aire, los terrenos de cultivo, el agua… , y no hablemos ya de las fugas radioactivas en un país que tiene quince reactores nucleares, pues la mayor amenaza ambiental es el riesgo nuclear. No es suficiente conocer la historia de Chernóbil para seguir arriesgando con su seguridad y con el resto de centrales. ¿De verdad que la OIEA puede hacer algo para garantizar la seguridad de Zaporiyia y las demás centrales nucleares? Esperemos que la respuesta sea positiva, pues misiles y desechos radiactivos no se llevan bien. Cuando las infraestructuras nucleares se convierten en cuestiones militares, la salud humana y el medio ambiente enferman de gravedad.

Y es que la continuidad de la guerra de Ucrania no debe ser sólo una cuestión de estrategia o de fatalidad. Si ha sido posible que después de la denominada Segunda Guerra Mundial países como Francia y Alemania sean el eje de la Unión Europea, ¿por qué se está eliminando la hipótesis de un acercamiento, o una colaboración con Rusia en el futuro? ¿Por qué se aboga por la prolongación de la guerra? ¿No hemos aprendido nada del desastre medioambiental que se ha producido en el Donbass, en esa guerra prolongada desde 2014? Sea una administración u otra la que asuma su futuro, tiene destruidas las infraestructuras mineras, gasoductos y oleoductos saboteados, con incidentes peligrosos para la salud y medio ambiente en infraestructuras industriales, suelos contaminados que también provocan problemas de salud, red hidrográfica y aguas contaminadas. Según la ONU, al menos 530.000 hectáreas –incluidas dieciocho reservas naturales– han sido “afectadas, dañadas o destruidas” por el conflicto del Donbass. Y no falta quien lo compara a las zonas de exclusión de Chernóbil o Verdun. ¿Se ampliará la destrucción al resto de Ucrania? ¿Va a importar demasiado la bandera que ondee dentro de unos años en sus mástiles de sangre? Hay que llegar a algún tipo de acuerdo cuanto antes.

El Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), se comprometió en 2012 a presentar un informe anual a la Asamblea General de la ONU sobre el impacto ambiental de los conflictos armados. ¿Quién impide que pueda llevarse a cabo? Y es que las bombas inmediatas se ven ahora y los desastres medioambientales provocados por las guerras son una bomba de relojería.

* Escritor