a guerra es lo que tiene; una oleada de sufrimiento colectivo, un escenario trágico de dolor y destrucción, un éxodo hacia ninguna parte, una ruina inmensa sin posibilidad de ser saldada. Y muerte, y heroísmo, y crueldad, y generosidad, y mezquindad. La guerra, cuando comienza, espanta. La guerra, cuando se prolonga, corrompe. Tres semanas lleva Ucrania sacudida por el fuego ruso y ya parece que ha llegado el momento del sálvese quien pueda. Ni Putin ha ganado del todo, ni Zelenski ha perdido del todo. Pero la sola posibilidad de que al final vayamos a perder todos ha hecho temblar los cimientos de las supuestas convicciones inamovibles y el deseo universal es que esto acabe de una vez salvando los muebles, o lo que queda de ellos, si puede ser. Ha llegado el momento de que, por encima del sufrimiento de la población ucraniana, están las incómodas consecuencias que se ciernen sobre nuestro bienestar.

No suena políticamente correcto, pero es muy probable que, si se hiciera una encuesta imparcial a la ciudadanía en todo el mundo occidental, ganaría el deseo de que la guerra terminase hoy mismo, que cesasen lo disparos y los misiles rusos, que la población civil ucraniana permaneciese ya tranquila en sus casas y volvieran los refugiados. Que acabe por fin esa guerra, y ya si eso, se ayudará entre todos a la reconstrucción de lo destruido. Y si no hay otro remedio, que Rusia se quede con Crimea y los territorios de Donetsk y Lugansk, que a fin de cuentas ya se los está quedando. Lo de Ucrania en la OTAN, pues eso, que se quede en la mera intención.

Más allá de la épica y del ardor de la primera hora, vamos a ir comprobando las inmensas tragaderas de los gobernantes de nuestro mundo occidental. Una vez echadas las cuentas, y vistas las orejas al lobo del desastre económico, vuelve a la escena Groucho Marx: "Estos son mis principios y, si no le gustan, tengo otros". La ciudadanía ucraniana está sufriendo un ataque injusto, pero como no se perciben indicios de que su ejército vaya a ganar esta guerra, pues casi es mejor que vaya rindiéndose.

Este es, quizá, el efecto más lamentable de la invasión perpetrada por Putin. Quedan a pública exposición las tragaderas de los gobernantes que se empeñaron en ostentar firmeza, los que animaron a las tropas ucranianas a resistir, los que alardearon de principios democráticos, los que prometieron plantarle cara al dragón ruso provocándole la ruina económica. Llega el momento de recular y permutar los principios. Alemania no puede renunciar a seguir comprando gas ruso, EEUU corre a comprar petróleo a Venezuela, Nicolás Maduro reconoce emocionado la belleza del ondear juntas las banderas venezolana y yanqui, España y otros estados europeos de medio pelo no se sonrojan de enviar a Ucrania material militar desecho de tienta, y nadie sabe con certeza si, en el fondo, la primera potencia militar mundial, EE.UU., no está dispuesta a que Europa pague los platos rotos y se acobarde con la amenaza de una guerra acotada contra Rusia.